Un atardecer estival, paseando con mis hijas adolescentes por el centro comercial de una playa atlántica, pasamos por delante de una "bijouterie", que, desde luego, atrajo la atracción de ellas. Yo, por mi parte, nunca había visto tantas unidades juntas de un mismo producto. De cada objeto, miles. Un número tan enorme que jamás se iba a poder vender. Luego de esperar que miraran todo lo que quisieran mirar, pude entablar con ellas la siguiente conversación: "¿cuánto trabajo humano, cuántos materiales, cuánta maquinaria, cuánto capital, cuánta energía para el transporte, cuánto deseo despertado en personas que jamás accederán a esas mercancías? ¿qué cantidad impresionante de mercancías que nadie comprará ni disfrutará jamás, y que quedará reducida a un mero producto de la explotación, y luego a mero residuo?" La conversación continuaba, y afortunadamente teníamos la inmensidad del mar a un paso y al atardecer rosado posándose sobre él…

"¿Y si en lugar de tantas horas de trabajo alienado e insatisfecho –y por otra parte inútil– aquel trabajador o aquella trabajadora las hubiera dedicado a sus afectos, o a contemplar y disfrutar de la naturaleza, en lugar de maltratarla? ¿Y si todos aquellos recursos fuesen más equilibradamente repartidos.? ¿Y si todo aquel deseo subvertido en ansiedad por consumir tomara el camino de un gozo más introspectivo? ¿Y si el frenesí por adquirir el último modelo trocara por el placer de buscar tréboles de cuatro hojas?, ¿seríamos más, o menos felices?"

Nunca olvidamos esa conversación, que se dio sin planearla, como suele ocurrir con algunos momentos importantes de la vida. Insatisfacción en quien produce, insatisfacción en quienes desean consumir y no pueden… En fin, sin buscarlo, estábamos poniendo en lenguaje cotidiano, estábamos tomando conciencia de que vivimos bajo una insoportable cultura de la insatisfacción. Estábamos construyendo sentido sobre el agotamiento de un sistema de acumulación. Si un modelo de acumulación conlleva a la insatisfacción, genera infelicidad. Y si genera infelicidad, la política debe intervenir para conducirnos hacia otro camino, porque la finalidad última de la política es elevar las posibilidades de cada conciudadano y conciudadana de sentirse mejor, más autónomo y autónoma en sus posibilidades de elección, lo más dueño y dueña posible de su plan de vida. Con las limitaciones que impone toda convivencia. Con la permanente tensión entre las porciones de anhelo de libertad y el arreglo a normas generales. Con capacidad de adaptación transformadora a cada realidad social. Con compromiso ético con el colectivo.

La sensación de agotamiento del modelo de acumulación capitalista debido a su injusticia intrínseca, al menos en su versión eminentemente financiera, va mucho más allá de un nuevo "malestar de la cultura", para inscribirse en el plano del análisis político profundo de la época. Y si bien –como sostiene Gustavo González Ramella en su tesis doctoral– "todos estamos en mayor o menor proporción cautivos de ciertas ignorancias y prejuicios", el presente del capitalismo nos lleva a revalidar el concepto de alienación, desde el momento que tantos congéneres creen que sus decisiones son propias, y no de otros, y se identifican –paradójicamente– con quienes los someten. Nada menos que en un capitalismo donde las 85 personas más ricas concentran más recursos que los 3500 millones de seres humanos más pobres. Donde no puede ser que un estadounidense consuma más de 1000 litros de agua por día y un latinoamericano tenga acceso a menos de la cuarta parte. En la citada tesis doctoral, el autor relata su experiencia con un grupo de reflexión, donde una vecina relata su angustia por no lograr que su marido se despegue de la pantalla de TV, que muestra con más de cien repeticiones en las últimas 72 horas, la trágica búsqueda del cuerpo de una adolescente: "él llora, yo le digo no mires más, te vas a enfermar. Él llora, pero sigue mirando…" "Yo miro y miro mientras hago las cosas de la casa", dice otra mujer, "porque si no miro me siento culpable… todo el mundo habla de eso y yo no quiero desentenderme de la realidad". Instalar la angustia, el miedo, el desaliento y la impotencia, son, en consecuencia, parte de los objetivos del neocolonialismo cultural. La moral de lucha es un rasgo de identidad de un sujeto que procura emanciparse; la angustia y el desaliento, por el contrario, lo debilitan. De allí que propugnan con tan habilidosa insistencia el malestar y la desmoralización.

LA OPORTUNIDAD DE LA ECONOMÍA SOCIAL. Más allá de sus particularidades y de sus dificultades, durante este primer tramo del siglo XXI América Latina ha decidido desempeñar un rol diferente al que había tenido históricamente, ya sea por la complacencia de los regímenes pro-imperialistas que la gobernaron, como por la insuficiencia de sus experiencias populares alternativas. Esta vez se han conjugado una serie de factores que permiten avizorar una expectativa distinta: fundamentalmente, un hartazgo masivo frente a las recetas ortodoxas y una férrea voluntad de cambio de sus pueblos, se ha encontrado en el camino con una serie de líderes populares que supieron interpretar esa voluntad. El predominio de la política sobre la mera economía de números, y el rol regulador del Estado por sobre el papel rector que hasta finales del siglo XX desplegaban los mercados, constituyeron los pilares de otras políticas activas sobrevinientes, que tuvieron como eje una mayor autonomía en sus decisiones políticas y respecto del sistema financiero internacional, la recuperación de la renta de los recursos estratégicos, la inclusión y la movilidad ascendente de las franjas sociales más vulnerables. Y todo esto en un marco de coordinación política que permitió la ampliación del Mercosur, y la formación de foros de gran repercusión política como Unasur y Celac. Inclusive, la Revolución Bolivariana de Venezuela, el Estado Plurinacional de Bolivia y la República del Ecuador, plasmaron en sendas Reformas Constitucionales una serie de nuevas instituciones como las del Buen Vivir, distintas formas de poder popular y de propiedad social. Y países como la Argentina, que fuera quizás, históricamente, quien más despreció y renegó de sus raíces indoamericanas, ha ido rescatado su pertenencia y forjando una comprensión masiva de la importancia que tiene el atar su destino de desarrollo al conjunto de la región. Esta concepción autónoma del presente, mucho menos anudada a las decisiones del poder mundial de lo que estuvo históricamente, le ha deparado a nuestro subcontinente una prolongada etapa de crecimiento económico, desarrollo social y legitimidad política, lo que nos sitúa en un lugar de mayor incidencia para plantear iniciativas diferentes al modelo de acumulación ortodoxo en los diversos foros multilaterales como el G-20, Naciones Unidas o la OMC. En definitiva, una mayor capacidad de fijar temas de agenda.


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