Por qué cuando se habla de 'Economía Social' se la suele encuadrar en una especie de 'subsistema', en un rango inferior más vinculado a la pobreza, la marginalidad y la subsistencia que a un agente productivo que bien podría ser la columna vertebral de toda una estructura productiva más diversificada y democrática? ¿Es o no intencional que, desde lo cultural, no aparezca como una alternativa real frente al agotamiento del modelo de acumulación capitalista-financiero?

Claramente lo es. Como lo hemos señalado en tantos otros aspectos, el poder ha instalado un sistema de creencias con la intención de ubicar a la Economía Social, Popular y Solidaria en un tercer o cuarto plano, y no como una alternativa tangible y efectiva. Y a esto no son ajenas, como también lo hemos señalado, las grandes cadenas mediáticas de aquí y del exterior, que desde hace mucho tiempo han dejado de ser trasmisoras de la realidad para ejercer el rol de constructores del sentido, de la interpretación de las cosas y de los hechos en nombre de ese poder real.

Para usar la jerga corriente, instalar la cuestión de la economía social 'no paga'. La economía social no tiene su propio márketing, ni en cuanto a sus instituciones, ni en cuanto a su propio sujeto social y productivo. Y esto es así, porque, si la economía social se convirtiera en una opción frente a las inequidades –por no decir los abismos– que anidan en la naturaleza misma del capitalismo financiero, estaríamos ante la construcción de un nuevo sistema social y productivo, ante la aparición de un nuevo sujeto político, y, por lo tanto, ante un desafío a las relaciones de poder propias del status quo.

La economía social no cuestiona sólo un sistema económico, sino un modelo de sociedad y un tipo de organización política. Conceptos como buen vivir, empoderamiento o poder popular y propiedad social, seguridad y soberanía alimentaria, e instituciones como presupuesto participativo, desarrollo local, fábricas y empresas recuperadas, comercio responsable, precio justo, microcrédito, agricultura familiar, cooperativismo y asociativismo, autogestión, no pueden convivir con una democracia que se limite a ejercer el derecho al voto. Se trata, en cambio, de una democracia de ciudadanía plena, en la que cada persona es poseedora de una cuota de poder de decisión sobre cuáles son las prioridades de la sociedad en que vive.

Así como el poder se encarga de invisibilizar las denuncias sobre la perversión y los desequilibrios inaceptables del actual modelo de acumulación, también se ocupa de ocultar, demonizar o mantener en la marginalidad a la necesidad de diversificar la actual matriz productiva, de acopio y comercialización. Un modelo que aliente la mayor intervención del trabajador y la trabajadora en el diseño de la empresa, llevaría a la mayor participación del ciudadano y de la ciudadana en el modelo de sociedad. Y esto es algo que el poder real no está dispuesto a ceder.

La colonización cultural determinada por toda una estructura de construcción de sentido, que, como nunca antes, se apoya durante las últimas décadas en las grandes cadenas de medios hegemónicos, es, pues, un escollo fundamental a vencer. Vivimos en un mundo donde más de mil millones de seres humanos padecen hambre. No obstante, recién se expande la idea de crisis con la caída de un fondo de inversión como Leman Brothers, en 2008, y se la asume como una crisis financiera, en lugar de admitirla como una profunda crisis de la ética universal del sistema, causada por la tragedia del hambre. Quiere decir, entonces, que la opinión pública mundial está prisionera de una extraordinaria colonización cultural.

Y no se trata de cualquier mundo, sino de uno que es tecnológicamente capaz de alimentar a tres veces su población, siempre y cuando se decida por una distribución más justa de sus recursos. La diferencia entre una y otra concepción del mundo, la distancia entre las principales fortunas y el hambre colectivo, la negación de la alimentación –y a partir de ella también de la salud y de la cultura– para todos en un mundo que es potencialmente capaz de brindarlas, son hechos eminentemente políticos. La pobreza no es un hecho natural como la concibe la derecha. La pobreza es un hecho político. Más bien, una consecuencia de la injusticia intrínseca de las políticas aplicadas históricamente por los factores de poder real, desde su insaciable lógica de acumulación de capital financiero.

Está en juego esta disputa conceptual de modelos. Un modelo socialmente inclusivo, igualitario, frente a uno que desplaza a miles de millones de personas, no sólo ya en las periferias pobres, sino que la carcoma se va acercando cada vez más a quienes hasta ayer nomás gozaban de privilegios propios de los centros de poder. Se trata, pues, de una crisis civilizatoria, no meramente financiera. Y, al propagar su mencionada escala de valores, los grandes conglomerados mediáticos operan como ordenadores de la sociedad moderna.

Ser conscientes de una crisis civilizatoria lleva, necesariamente, a cuestionar los actuales patrones de desarrollo. Es decir: no se trata de que los pueblos más pobres de la India, África o América Latina no podemos alcanzar los niveles de confort de las grandes capitales del Norte. Porque para ello harían falta los recursos energéticos equivalentes a varios planetas como la Tierra. De lo que se trata es de superar el actual sistema de acumulación desenfrenada de capital en manos de unas pocas fortunas, para distribuirlo equitativa y solidariamente. Cambiar la escala de valores que una porción significativa de la humanidad ha tomado como propias, como fruto de aquella colonización cultural, y que ha sido capaz de formar opinión generalizada en algunos casos, climas sociales en otros, y, en un número importante, aceptación resignada hasta de parte de sus propias víctimas.


Enlace: http://tiempo.infonews.com/2014/04/26/editorial-123252-cultura-y-modelo--de-democracia.php