Hay una cuestión de fondo que subyace y le da base de sustentación a todo el conjunto de grandes medidas y decisiones políticas que configuran el modelo nacional y popular, y que es la que conceptualmente determina el cambio de etapa política que estamos presenciando. 

Esa cuestión es haber puesto al descubierto un tema históricamente oculto, silenciado, como lo es la discusión sobre el Poder real. "Lo que no se nombra no existe", dice George Steiner. En eso, precisamente, consistía el mérito, la astucia, el privilegio del Poder, para mantener su inmunidad; en su capacidad para ejercerlo desde las sombras. Lo que se nombraba eran dirigentes, gobiernos, medidas políticas, orientaciones económicas. Y, por lo tanto, ellas eran las responsables de los ajustes, del malestar, de la exclusión. Uno de los grandes cambios operados a partir del liderazgo de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández de Kirchner fue, precisamente, nombrar al Poder. Y ese 'nombrar' al Poder, lo pone en el centro de un debate social y político, y es lo que permite, precisamente a partir de ello, denunciar sus abusos, atacar algunos de sus intereses profundamente injustos, e intentar resituarlo dentro de un nuevo esquema social y político más equitativo.

Tal vez lo más grave para 'ellos', más que cualquier medida individual por más grandes que fueran los intereses afectados, ha sido poner al descubierto la diferencia entre el Poder real, por un lado y el gobierno y la política, por el otro. Lo que nos gobernó durante décadas no fueron los gobiernos elegidos, sino los poderes fácticos que actuaban en las sombras y por detrás de esos gobiernos, impartiéndoles las órdenes. Y, en la medida en que, por acción u omisión, los actos de la política comenzaran a ser disfuncionales a esos poderes fácticos, o bien disciplinaban a esos gobiernos a partir de sus presiones, amenazas y climas mediáticos, o bien los destituían.

Fue una tarde, dando una clase habitual en mi Maestría de Política Latinoamericana en la Universidad de La Plata, cuando –sin querer– puse en palabra este concepto. Hacía poco se había producido la represión de las fuerzas policiales a los indígenas que se oponían a la construcción de la carretera del Tipnis. Esos indígenas formaban parte de la coalición social y política de Evo Morales, y la derecha, en uno de sus remanidos actos de picardía, se dio cuenta de que debía ahondar la grieta entre los disconformes y el gobierno boliviano. Actuaron igual que nuestra prensa hegemónica, mutante a descamisada, que piensa que alguien va a creerle cuando aúlla en favor de algún derecho social, a los que históricamente ignoraron. 

En aquel momento, les dije a mis alumnos y alumnas que les iba a enviar por mail algunas interpretaciones alternativas de lo había sucedido en Bolivia, porque la interpretación 'oficial' la podrían obtener consultando la página de los diarios tradicionales. Y, mientras lo estaba diciendo, me dije mentalmente: si quien ejerce el gobierno es Evo Morales, al utilizar la palabra 'oficial', debería haberme referido al gobierno. Pero me estaba refiriendo al Poder. Y eso disparó en la clase un debate muy enriquecedor sobre este presente de Sudamérica. 

En esto reside, pues, uno de los más grandes, tal vez el más grande cambio de paradigma político de esta etapa: poner en disputa quién disciplina a quién. Y, en la medida que pueda consolidarse una nueva ecuación, según la cual sea la política la que discipline a los mercados, la voluntad mayoritaria la que oriente el rumbo de los poderes económicos, estaremos ante la refundación de una nueva legitimidad democrática e institucional. 

Pero hay una segunda cuestión, no menos de fondo, que surge del discurso opositor. Y es el hecho de desacreditar sistemáticamente el orden de prelación de las legitimidades. En la política, la mayor legitimidad pública es la del, o de la presidente. Por lo tanto, sus acciones no sólo no pueden presumirse como abusos de poder, ejercicio de autoritarismo o acciones inconsultas, cuando, en verdad, de lo que realmente se trata es de hacer uso de esa legitimidad superior proveniente de la voluntad popular. De lo contrario, caeríamos en la paradoja de que quien ostenta la mayor legitimidad es el autoritario, y lo 'democrático' sería que ese presidente o presidenta tomen las medidas que les indican las minorías. 

Ese discurso no es ingenuo, sino parte de toda una técnica comunicacional dirigida a confundir, equiparando legitimidades que no tienen punto de comparación. Uno de sus primeros antecedentes lo encontramos en la etapa de la Resolución 125, cuando en las pantallas de TN, un discurso de la presidenta, respaldada poco tiempo antes por el 45% de los votantes, ocupaba la mitad de la pantalla, y en la otra mitad, un dirigente local de una de las tantas entidades rurales, ocupaba la otra mitad haciendo un gesto de negación. Se trataba, lisa y llanamente, de una trampa a la Democracia. 

Algo similar sucedió tiempo después, en el episodio que concluyó con el alejamiento de Martín Redrado del Banco Central. Los medios hegemónicos se referían a aquel episodio como un conflicto de poderes, cuando, en verdad, jamás podría equipararse la legitimidad de la presidenta de una Nación con la del presidente de un banco, salvo que, para determinados intereses, los bancos sean igual o más importantes que las naciones.

En el mismo sentido, cuando debatimos en la Cámara de Diputados la declaración de repudio a la denuncia penal de Clarín contra algunos periodistas y funcionarios, un legislador de la oposición habló de una disputa entre el Grupo Clarín y el 'Grupo Casa Rosada', nombrando a este último, en forma peyorativa. Lo paradójico es, además, que por un lado se trate despectivamente al gobierno como si fuera un grupo más, y al mismo tiempo se alerte sobre el supuesto riesgo de caer bajo las garras de una suerte de poder totalitario. En el último debate parlamentario, sobre la Ley de Trata, alguien habló reiteradamente de 'Estado proxeneta'. En fin… ¿cómo se puede hablar con tanta liviandad de la autoridad investida de la máxima legitimidad, que es la representación popular? ¿cómo se puede viajar semánticamente con tanta laxitud entre la banalización y la sacralización extrema de las palabras, negando todo posible punto de equilibrio? 

En definitiva, el litigio de intereses que implica un cambio de época en la política argentina y latinoamericana, también debe atender a las cuestiones del lenguaje. En estas líneas, he tocado dos aspectos. El de poner en palabra lo que el Poder siempre quiso mantener oculto. Y el darle a las palabras alguna aspiración de racionalidad, que nos aleje del paroxismo a que pretenden llevarnos, infructuosamente, algunos intereses.

Publicado en Tiempo Argentino el 30/12/12 (enlace)