APUNTES SOBRE EL INFORME DEL PNUD “La Democracia en América Latina” *
* Carlos Raimundi
Toda invitación a reflexionar y debatir es elogiable. Pero no por eso las perspectivas de tal debate tienen que ser automáticamente auspiciosas. Eso dependerá no sólo de contar con enunciados correctos, sino de analizarlos con la suficiente profundidad.
Comienzo por opinar que el tono del informe se presenta cuestionador, pero al mismo tiempo, no sale de los límites de lo que llamamos “políticamente correcto”. Nada impide “cuestionar” en términos “políticamente correctos”. Es decir, con un nivel de enfrentamiento que resulte tolerable para la misma estructura de poder que se cuestiona.
El único debate conducente, a esta altura de los acontecimientos, es el debate -siempre respetuoso- pero a su vez disruptor, atrevido, insolente. Aquel que resulte “intolerable” para el poder, del mismo modo que las políticas de ajuste planificadas desde el poder resultan intolerables para tantos millones de personas en América Latina.
Al referirme a “el poder”, no lo hago en los términos de enemigo abstracto y tan sólo conceptual que tanto retrasaron la tarea por una mayor justicia en los años 60 y 70. En aquella etapa, bajo el manto de la lucha contra el “imperialismo” como generalidad, se cobijó todo un plexo ideológico que -en la práctica- terminó alejándose irrevocablemente de las mayorías populares a las que pretendía representar.
En este caso, el poder lo constituyen actores muy concretos de la política y la economía internacional, con estrategias bien definidas y resultados evidentes: estancamiento del PBI per cápita (pág. 39 del Informe), aumento de la pobreza en términos absolutos (págs. 39 y 40), del desempleo (pág. 41) y de la desigualdad (pág. 41). Y su correlato en las élites de poder nacional.
Malo es confundir simpleza con obviedad. El recuadro 6 de la pág. 44 trascribe algo que, ante la presencia de interlocutores formados e informados, roza la obviedad:
“La democratización verdadera es algo más que las elecciones” (…) “Las elecciones libres y justas son necesarias, pero no son suficientes”.
En cambio, en la pág. 48, Franklin Delano Roosevelt nos dice con toda simpleza:
“Las cosas básicas esperadas por nuestro pueblo de una democracia son: la igualdad de oportunidad, un empleo para los que pueden trabajar, la seguridad, el fin del privilegio, las libertades civiles y la participación en los frutos del progreso”.
Esto me lleva a cuestionar el propio título del trabajo, “La Democracia en América Latina”. Cuando no se cumplen contenidos tan esenciales, lisa y llanamente NO HAY DEMOCRACIA. Democracia política vs. democracia social, democracia formal, democracias de baja intensidad, son subterfugios creados para disimular la esencia de una realidad que no se puede seguir ocultando: EN AMÉRICA LATINA NO HAY DEMOCRACIA.
Ciertas categorías del mundo desarrollado no tienen el mismo alcance en América Latina. En Canadá, Noruega o Dinamarca, votar implica un acto cívico dentro de un sistema democrático. En España misma, donde el pueblo no había decidido invadir Irak, el presidente fue castigado por el voto y se rectificó la política. Aquí no sucede lo mismo.
La noción de sentido de un concepto es fruto de las relaciones de poder de quienes tratan de imponerlo al sentido común. Y el poder, al definir a Occidente, ha impuesto su propia legitimidad identitaria. Pero, ¿qué es Occidente? Es Aristóteles y Séneca, Dante y Beethoven, la torre Eiffel y la penicilina, la TV y la democracia. Pero también la Inquisición, Auschwitz, Hiroshima, Irak, clonación, polución, contaminación. Además, ¿dónde mora Occidente? ¿En Copenhague o en Managua?
Alguien dijo que, para conocer una flor, la modernidad occidental la abría, la segmentaba y la estudiaba parte por parte, hasta escribir un libro. En Oriente se la miraba y se disfrutaba de la contemplación. Lo que Occidente no veía era que después de estudiarla la flor no existía. Y en Oriente se disfrutaba de su perfume.
Lo que trato de poner en crisis es la definición con categorías centrales surgidas de los países que imponen la noción de sentido de, en este caso, el concepto democracia, respecto de las sociedades que estamos fuera de dicha tradición. Es decir, algunas democracias evalúan a las demás “democracias” en base a la democracia que ellos conocen. Siempre se piensa desde una tradición. Pero la relación con ella no debe ser de sumisión y repetición sino de transformación y crítica.
El discurso de este Informe parte de un supuesto objetivo, desde el cual las cosas “son” un algo determinado. Pero leído desde otro lado, no experimentamos esa objetividad.
No nos paramos desde un planteo casi metafísico que afirma que existe una objetividad de lo real y que los fracasos se deben a una aprehensión insuficiente o incorrecta. Mi crítica no es parte de una “guerra de interpretaciones”, porque lo que está en juego desde mi visión alternativa no es la aprehensión correcta, en este caso de la democracia, sino la construcción del objeto de estudio desde una instancia distinta de la del poder.
Hay Democracia cuando el pueblo decide. Y el pueblo sólo puede hacerlo si se cumplen requisitos mínimos que le garanticen el ejercicio de su libertad de decisión. ¿Podemos decir que son democráticas las elecciones en lugares donde las relaciones políticas se basan en condiciones feudales o sultánicas? Eso sí, se vota periódicamente.
La pobreza envilece. Somete. Cuando una persona, una vez despojada de su empleo, de su vivienda, de su escuela y su hospital, y lo que es peor, de su plan de vida, de su destino, sólo es acreedora de un saco con las proteínas y calorías mínimas para no morir ni dejar morir de hambre a su familia, ESA PERSONA NO DECIDE. La vasta experiencia acumulada en materia de análisis electoral, demuestra que el día que tiene que votar, mayoritariamente opta por aquel que le provee la comida.
En tales condiciones, el depósito de un voto es el desenlace de un proceso a lo largo del cual se ha perdido toda representación simbólica de una alternativa en términos de valores, y se reduce a la única opción de vida concreta a la que se tiene acceso.
A casi dos décadas de lo que, a criterio del trabajo del PNUD, sería la recuperación de la “democracia”, ha sido justamente bajo la administración de ése régimen, que se llegó a la situación presente. El Informe habla por sí mismo: de los 18 países por él considerados, “sólo 3 vivían en democracia hace 25 años. De 190 millones de latinoamericanos pobres en 1990, esa cantidad asciende a 209 millones en 2001″. En el caso argentino, estos datos se agravan en el año 2002.
Esto significa que no sólo el ejercicio de derechos políticos no generó derechos sociales, sino que fue precisamente de la mano de la supuesta “democracia” que la pobreza se incrementó.
¿Qué pasaría si la figura de la “evaluación por resultados”, presente en numerosos proyectos de reforma estatal impulsados por esos mismos gobernantes, les fuera aplicada directamente a ellos, en función de los resultados concretos de sus respectivas gestiones en la vida cotidiana de los ciudadanos?
COMENTARIO SOBRE LA PRESENTACIÓN
En su Presentación del trabajo, el Lic. Dante Caputo da por supuesto que en América Latina existe Democracia, desde el momento que apunta:
“hay malestar en ella”. “En nuestras democracias, señala, hay déficit y carencias, lagunas, acechanzas”.
Opino que se debe ir mucho más allá para calificar al régimen político vigente en América Latina. Si la mayoría de los ciudadanos no cuentan con poder de decisión no hay Democracia, ya que lo que se pone en juego no es la insuficiencia parcial de alguno de sus aspectos, sino la inexistencia misma de su elemento constitutivo, estructurante, que es la decisión popular.
Es el propio ejercicio por parte de la ciudadanía de su capacidad decisoria lo que está en tela de juicio. No planteo que la “única ratio” de ello sea el sometimiento que impone la pobreza. Se trata de un fenómeno mucho más abarcador de enajenación del poder popular de la Democracia, que condiciona -cuando no determina- la decisión de distintos sectores de la sociedad.
El caso argentino puede mostrar varios ejemplos al respecto. Uno de ellos, los picos inflacionarios que, desde la causalidad económica resultaron absolutamente artificiales, pero que estuvieron deliberadamente originados en cuestiones políticas por determinados factores de poder. Otro, la retención de divisas de modo de secar el mercado, manipular su cotización y sembrar pánico en la opinión pública. Un tercero, la presión ejercida por las empresas de servicios privatizadas por medio de amenazas de corte en los suministros, así como la cooptación de los organismos de regulación por parte de las mismas. Cuarto, el manejo mediático de la “tasa de riesgo-país”. Quinto, la impunidad con que el sistema financiero violó su contrato con los depositantes de buena fe, a favor de los operadores de mayor envergadura.
En fin, un cúmulo de situaciones que no se agota en el listado anterior, claramente demostrativas de que “el poder”, más allá de que se vote cada determinado tiempo, reside muy lejos de la voluntad popular mayoritaria.
Santiago Kovadloff describe claramente este concepto:
“Trasímaco, aquel gesto suyo, extraordinario, cuando le pone a Sócrates el puñal al cuello, en La República, para demostrarle que la razón la tiene el más fuerte. Hoy esa imagen nos resume plenamente. Tenemos el puñal en el cuello. Tenemos que decidir si vamos a morir, a durar o a vivir”.
En Democracia, es el pueblo el que decide sobre los rumbos fundamentales del gobierno, y este no es el caso de América Latina. El pueblo -en concreto, la inmensa mayoría de los 18.643 encuestados por el Proyecto - no decidió contraer los niveles de deuda ni las tasas pactadas por sus gobiernos, ni transferir ingentes sumas a los organismos internacionales. La más elemental consulta popular en que los consultados hubieran contado con la información apropiada, hubiera desaprobado esas políticas. Ya se trate de autoridades que fueron ineficaces, o bien que se convirtieron en meros gerenciadores del poder de los mercados, lo cierto es que rompieron su contrato electoral, y la mayor parte de los ciudadanos permaneció ajena a las grandes decisiones de la supuesta “democracia”.
Lo que percibe el 64,6 % de los encuestados sobre las razones de la violación de ese contrato es que los gobernantes mienten. Y esto traumatiza más aún la relación sociedad-estado y sociedad-democracia, que si se tratara sólo de una cuestión de ineficacia: en todo sistema, es mucho más difícil restaurar lazos de confianza que poner en marcha mecanismos de formación de cuadros.
Asimismo, el papel que determinados periodistas y empresas de comunicación desempeñaron para que se consolidara esta modalidad de gestión pública, también debe ser evaluado.
Continuando con la Presentación, me encuentro ante un nuevo desacuerdo conceptual. Allí se sostiene que
“la Democracia -un sistema que es sinónimo de igualdad- convive con la des-igualdad más alta del planeta”.
Aquí reafirmo que América Latina no tiene Democracia, porque si se es la igualdad, no se puede ser la des-igualdad. Ya sea que se mire desde la teoría del conocimiento, la epistemología o el sentido común, no se puede ser y no ser al mismo tiempo.
Si, en cambio, se utilizara como variante de esta concepción el criterio de la Democracia como construcción, el mensaje sería: hay des-igualdad, pero vamos hacia la igualdad, ergo, estamos construyendo Democracia. Pero esto también es falso. Cuando en 1983, los argentinos recuperamos el derecho de votar -no de decidir- creíamos que a partir del ejercicio de las libertades públicas y los derechos cívicos se alcanzaría el bienestar económico y la igualdad social, el desarrollo, el crecimiento con equidad. Como si se tratara de etapas secuenciales. El ejercicio de tales libertades y derechos “democráticos”, bajo la administración de funcionarios elegidos, llevó al país, por el contrario, a niveles de endeudamiento, descapitalización, transferencia de recursos, pérdida de autonomía estatal, desempleo, pobreza, indigencia y desigualdad que nunca antes habíamos vivido.
Cito otra vez a Kovadloff:
“La libertad no está lograda. Tenemos que cuidarnos de reivindicar la libertad como un valor disociado de la justicia social. Así como aprendimos a cuidarnos de la presunta justicia social sin libertad” (…) “La Democracia implica descubrir nueva calidad de problemas, y no eternizarnos en problemas que nos perpetúan hoy en el siglo XIX”.
Caputo nos insta a
“saber si lo que discutimos es lo que precisamos discutir”.
Y párrafos más adelante nos sugiere que
“el ejercicio de explorar lo que nos falta no nos lleve a olvidar lo que tenemos”.
Y lo que tenemos es
“haber dejado atrás la larga noche del autoritarismo”.
Justamente, luego de dos décadas sin gobiernos militares, lo que debiéramos discutir es la esencia misma y el destino de la Democracia, y no algo tan poco creativo como la ausencia de autoritarismo. Si el pasado autoritario de América Latina -y el de los argentinos en especial- está tan fresco, es porque faltó la Justicia.
El ex presidente Alfonsín confesó, años después de las leyes de impunidad, que se había visto obligado a limitar la Justicia para defender la democracia. Eso es, precisamente, lo que hizo que el capítulo del autoritarismo quedara abierto. Si la Justicia lo hubiese cerrado -y es ella y sólo ella quien podía hacerlo- el autoritarismo hubiera quedado definitivamente atrás y no hubiera demorado el debate sobre “lo que necesitamos discutir”, es decir, si hay Democracia cuando el pueblo vota, aunque no decida.
Aquella “historia donde unos pocos se apropiaron del derecho de interpretar y decidir el destino de todos”, con que el Proyecto define el autoritarismo, ha trocado el uniforme militar de West Point por la corbata y los gemelos de Wall Street, pero no se modificó en su naturaleza.
Para finalizar mi comentario sobre el capítulo de Presentación del proyecto, rescato una afortunada definición de la Política: “aquella dura y maravillosa tarea de lidiar con la condición humana para construir una sociedad más digna.” Pero también advierto sobre una falsa contradicción que se desprende de su caracterización de “los políticos”. Decir que “no tienen la pureza de quienes sólo asumen el riesgo de opinar”, se presta a identificar necesariamente a la acción política con lo impuro. Un político no podría, desde esta concepción, obrar y ser a su vez puro, con lo que disiento. Como tampoco creo, a priori, en “la pureza de quienes sólo asumen el riesgo de opinar”.
COMENTARIO SOBRE LA EXPLORACIÓN DEL DESARROLLO DE LA DEMOCRACIA
Coincido con Pierre Rosanvallon, en que
“la ciudadanía no puede ser definida simplemente por el derecho de voto y la garantía de ver protegido cierto número de libertades individuales. Tocqueville fue el primero en subrayar que la democracia caracterizaba una forma de sociedad y no sólo un conjunto de instituciones y de principios políticos” (pág. 50).
La creencia de que en América Latina existe Democracia porque se recuperó el derecho de votar, no se comprueba en la práctica. En términos de Charles R. Beitz, la igualdad en la esfera política no logró compensar los efectos de las desigualdades en la economía” (pág. 52).
Es en este punto donde sigo encontrando diferencias con la concepción excesivamente formalista de la Democracia que sostiene el Informe. En la página 52 se menciona que
“Las elecciones libres e institucionalizadas constituyen su esfera básica” (punto 3) y que “el desarrollo de la democracia en América Latina constituye una experiencia histórica única, caracterizada por los procesos de construcción de la Nación” (punto 4).
¿Construcción de la Nación? ¿De qué hablamos al referirnos a la construcción de la Nación? ¿De la defensa de la identidad cultural? ¿De mayor autonomía estatal? ¿Del fortalecimiento de la sociedad civil y de la calidad de sus instituciones? ¿De la preservación de los recursos naturales? ¿De igualdad de oportunidad en la construcción del destino comunitario? ¿Cuál de estas categorías de la Nación ha mejorado durante estos años de supuesta democracia en América Latina?
En pág. 54 se filtra una vez más el criterio de ajenidad entre poder y sociedad que domina implícitamente la filosofía del Informe, pese a los esfuerzos de redacción que se hicieron para disimularlo. El punto 4. titula que “La democracia supone una cierta forma de organizar el poder en la sociedad”, en lugar de decir que de lo que se trata es de organizar el poder “de” la sociedad.
Y el punto 5. continúa:
“Supuesta la ausencia de limitaciones sobre la capacidad de elegir” (…) “la agenda pública contiene el temario de los problemas que una sociedad debe resolver”.
Comentario: por una parte, la capacidad de elegir, como ya se ha expresado, está plagada de limitaciones que la corrompen en su propia esencia. Y por otra parte, está demostrada la absoluta ajenidad entre la agenda de gobierno (la real, no la discursiva) y los verdaderos temas que la sociedad debe resolver.
Si en Colombia el pueblo pide mayoritariamente paz, la política de paz ha dejado de ser la prioridad estatal para convertirse en un objetivo derivado y subordinado a la estrategia militar. Si la prioridad para el pueblo centroamericano la constituye el desarrollo, El Salvador presenta uno de los índices más bajos de inversión, exporta menos que hace 30 años y sufre huelgas médicas del Seguro Social durante meses. Panamá sufre la remilitarización de su territorio a partir de haber recuperado el control del Canal, así como el aumento del tráfico de armas y drogas, la deforestación y la crisis de seguridad ciudadana y de legitimidad de la política. Honduras arrastra una recesión económica, social y ética crónica, agravada por el impacto devastador del huracán Mithc de 1998, a lo que el Estado no dio respuesta. En Guatemala, las demandas sociales continúan insatisfechas, mientras crecen poderes paralelos a la sombra de estructuras oficiales ligadas al narcotráfico, y la relativa estabilidad macroeconómica tuvo lugar a costa de haberse contraído la producción, el empleo y el consumo. A lo que podríamos sumar la fractura política en Venezuela, las crisis de Bolivia y Perú, las dificultades crónicas que afronta Paraguay.
¿Cuál ha sido, después de estos ejemplos, la relación entre los verdaderos objetivos de la sociedad civil y los contenidos de la agenda gubernamental latinoamericana? “Los verdaderos temas que la sociedad debe resolver” tienen que ver, precisamente, con esa sistemática violación del contrato electoral, con esa corrupción gubernamental estructural, generadora de desigualdad y pobreza, y que responde a causas de diverso orden.
La pág. 55 menciona
“cuatro aspectos centrales de la democracia: elecciones limpias e institucionalizadas, inclusividad, un sistema legal que sanciona y respalda los derechos y las libertades políticas y un sistema legal que prescribe que ninguna persona o institución retenga el arbitrio de eliminar o suspender los efectos de la ley o evadirse de los alcances de la misma”.
En un principio, pareció alentador encontrar el requisito de inclusividad como aspecto central de la democracia, en la inteligencia de que se lo citaba desde su perspectiva socioeconómica. Pero el mismo texto se encarga de desmentirlo, y lo reduce, una vez más, a la esfera electoral. El requisito de inclusividad, reza literalmente el Informe,
“indica que todos los adultos que satisfacen el criterio de ciudadanía tienen derecho de participar en elecciones”.
Para este punto de vista, la ciudadanía implica participar de las elecciones, y el participar de las elecciones nos confiere la condición de ciudadanos. Y mientras tanto, entre elección y elección, vemos cómo se deterioran los componentes económicos, sociolaborales y culturales de la ciudadanía y la inclusividad que van limitando y reducen, a su vez, la capacidad de elegir que el punto 5. de la página anterior da por supuesta.
Por su parte, la preminencia del “sistema legal como aspecto central de la democracia, que prescribe que ninguna persona o institución tenga el arbitrio de evadirse o eliminar los efectos de la ley”, si está precedido por tan profunda desigualdad de oportunidades, termina convalidando una educación para ricos y otra para pobres, una seguridad para ricos y otra para pobres, un sistema de salud para ricos y otro para pobres, una justicia para ricos y otra para pobres.
Recién en la pág. 56 se expresa que
“los ciudadanos son la fuente y justificación de la pretensión de mando y autoridad que el Estado y el gobierno invocan cuando toman decisiones colectivamente vinculares”.
Si estamos de acuerdo en que ésta es una condición esencial de la Democracia, en numerosos casos de América Latina no hay verdadera Democracia, porque los ciudadanos no son fuente de ningún tipo de mando o autoridad. Por el contrario, son los poderes económicos con la complicidad -o cuanto menos la complacencia- de los gobernantes, quienes ejercen el mando y la autoridad sobre la mayoría de los ciudadanos.
“El ciudadano, sujeto de la democracia”, dice el subtítulo la pág. 57. “La democracia concibe al individuo como un ser dotado de la capacidad para elegir” (…) “cuyos derechos no derivan de su posición social sino de su capacidad de comprometerse voluntariamente”. Nuevamente, una categoría válida para los países desarrollados supone una autonomía de la voluntad que no funciona en regímenes de tanta desigualdad y tanta pérdida de autonomía estatal, esto último, repito, sea por ineficacia o por cooptación de los gobernantes.
Luego, el propio texto parece aportar una línea argumental:
“Entendemos por ciudadanía un tipo de igualdad básica asociada al concepto de pertenencia a una comunidad, que en términos modernos es equivalente a los derechos y obligaciones de los que todos los individuos están dotados en virtud de su pertenencia a un Estado nacional. T.H.Marshall (1965) señala que la ciudadanía moderna es, por definición, nacional”.
En el caso argentino, existió a lo largo de gran parte del siglo XX una base relativamente universal que garantizaba un mínimo de identificación nacional. O, para decirlo de otro modo, algunas cuestiones percibidas y vividas como experiencia inmediata, y no sólo como discurso, que indicaran lo argentino. Principios de ciudadanía. Ser argentino designaba dos cualidades, ser alfabetizado y tener trabajo asegurado. Eso formaba lo que podemos llamar una identidad nacional.
En este sentido, el deterioro del concepto de Estado-nación tal como se lo concibió durante el siglo XX -y muy vigente en 1965 de cuando data la cita de Marshall- implicó un retroceso de la autonomía estatal como promotora de ciudadanía, lo que a su vez aparejó la merma de ésta, y de la autonomía de la voluntad de los individuos para elegir. Aún cuando tal deterioro del Estado de bienestar como constructor de ciudadanía constituye un fenómeno global, sus efectos sobre la autonomía de la voluntad ciudadana son ostensiblemente mayores en América Latina.
En este acápite, el Informe reitera la
“condición legal de la ciudadanía” (pág. 58), “la visión legal del individuo” (pág. 58), las “diversas doctrinas legales” (pág. 58).
Esta insistencia alrededor del concepto de ciudadano como construcción legal nos remite al principio jurídico de la autonomía de la voluntad, vigente en todos los Estados modernos, que quita efecto a los actos realizados en ausencia de aquella autonomía.
Este principio es expresión de uno más amplio, que es el de la autonomía de las personas, tiene un carácter metajurídico y está fuertemente impregnado de sentido moral. Partiendo de una idea kantiana, se refiere a la libertad de las personas para elegir por sí mismas.
Ya a partir del siglo XIX, las transformaciones políticas, técnicas, sociales y económicas determinaron que los contratos relacionaran a partes con diferente poder de negociación, por lo cual la más fuerte imponía el contenido del negocio. Como reacción, se generó la intervención del Estado.
Si en el universo del derecho privado los actos realizados sin autonomía de la voluntad no tienen efectos jurídicos, en el campo de los derechos políticos, no hay Democracia cuando causas suficientes determinan la ausencia de autonomía en la voluntad para decidir.
¿Poseen las libertades personales el valor que idealmente les atribuimos, cuando el grueso de una sociedad no participa de los beneficios del progreso? ¿Puede juzgarse enteramente autónomo el comportamiento de millones de personas que, en la plenitud de sus aptitudes psico-físicas, se sienten definitivamente marginadas del mundo del trabajo? ¿Qué valor tiene la libre elección de los consumos para las capas de más bajos ingresos que sólo pueden acceder a bienes inferiores, o la libertad de empleo para quienes no han recibido educación técnica, artesanal o superior? ¿Se puede hablar de autonomía de la voluntad de millones de jóvenes que no guardan en su memoria registro de un papá con trabajo, de una mesa tendida o de la comunidad escolar, y que en su lugar se han topado con violencia doméstica, vida callejera, drogas y alcoholismo? Claro, como pueden votar, tenemos democracia.
Una persona no es libre si el Estado autoritario confisca sus derechos individuales, pero tampoco lo es si es privado de esos mismos derechos como consecuencia del modelo económico que tuvo lugar en América Latina. Y lo que es más grave, aplicado en nombre de gobiernos democráticos.
Subtítulo “La ciudadanía va más allá de los derechos políticos, la democracia también”
“Ella precisa ampliarse hacia los derechos civiles y sociales” (…) “implica ir más allá de la atribución universal de los derechos de ciudadanía política, lleva a preguntarnos sobre las condiciones que pueden permitir o no el ejercicio efectivo de estos derechos”.
A favor de nuestra tesis, si no hay derechos políticos, no hay Democracia. Si no se materializa el ejercicio de los derechos sociales, tampoco la hay.
Siguiendo la consideración formalista de Dahl y O’Donnell pág. 53, y al contrario de nuestro pensamiento, el Informe sostiene que
“todos los países latinoamericanos satisfacen la definición mínima de democracia: por un lado, celebran elecciones razonablemente limpias y por otro sostienen la vigencia de algunas libertades políticas fundamentales”.
Una vez más, formato, no contenido. Para continuar con dos pálidas observaciones. La primera:
“En general, la mirada de la opinión pública indica que las instituciones y los gobernantes no se están desempeñando bien”.
En realidad, según Trasparencia Internacional, encuesta realizada por Gallup en 2002, refleja que en Iberoamérica, entre el 70 y el 80 % de las personas desconfían de los sindicatos, la policía, la Justicia, el Congreso y los partidos políticos.
La segunda:
“otro hecho que se ha descuidado en las recientes discusiones: que en las dos últimas décadas el Estado se ha debilitado”.
Aunque luego, el propio O’Donnell apunta que
“El Estado es el asentamiento histórico y social de la democracia”.
La pregunta es, ¿si no hay Estado, hay democracia
“No existe Estado neutral”
se agrega en pág. 64, esto es, el Estado asume la representación de la sociedad civil ante los poderes financieros o es cooptado por éstos, tal como lo traduce el dilema latinoamericano de los años 90.
La caracterización de Dahl y del mismo O´Donnell ha sufrido lo que Sartori considera “estiramiento de los conceptos”, es decir, se amplía el radio del concepto esfumando su definición; lo que se gana en amplitud comprensiva, se pierde en precisión. De aquí que las democracias sean homogeneizadas en la actualidad en aquella categoría, pero en verdad no se puede decir nada de ellas más que “elecciones razonablemente limpias y algunas libertades políticas”.
Por eso, para evitar el estiramiento comienzan a crearse conceptos más precisos como democracias delegativas, restringidas, etc., lo que Collier y Levitsky denominan democracias con adjetivos.
En cambio, otros autores, como Donnell y Francisco Weffort, precisaron la noción de democracia hasta excluir a Brasil, desde el momento que le exigían como requisito “algún nivel de equidad social”.
Ahora bien, si aquellos regímenes con atributos ausentes son para una parte de la ciencia política subtipos disminuidos de democracia, ¿por qué no denominarlos también subtipos de autoritarismo?
No hay democracia donde el Estado no defiende los derechos básicos de ciudadanía, especialmente una protección justa y equitativa en las relaciones económicas. Pero el Informe, en realidad, toma la concepción estandarizada de Dahl, y se conforma con su caracterización procedimental y minimalista.
Hasta la página 70, donde concluye la Primera Sección del Informe, recién en la página 64 se reconoce que
“la mayoría de las teorías sobre la democracia han sido formuladas en el marco de la experiencia histórica de los países europeos y de Estados Unidos” (…) “debería ser obvio que estas presunciones no se ajustan a la trayectoria histórica y a la situación actual de América Latina”.
Para admitir luego que
“sería inconsistente reconocer derechos referidos a la vida o a la integridad física cuando los medios necesarios para el disfrute y ejercicio de esos derechos son omitidos”.
De 70 páginas, las 63 primeras se aferran a la concepción formal de la democracia. Y en las últimas seis se presenta algo casi obvio, como la afirmación de Amartya Sen, cuando dice que
“los derechos humanos y el desarrollo humano comparten una visión común y un propósito común: asegurar la libertad, el bienestar y la dignidad de todas las personas en todos lados”.
Frase correcta, pero declarativa, generalista, y que adolece de la fuerza y el contenido necesarios para confrontar con los intereses que se oponen a la democracia.
Con la misma salvedad, compartimos el enunciado de los objetivos del milenio. Pero no así su falta de antagonismo -agonismo, en términos de Chantal Mouffe - con la libre circulación financiera, la responsabilidad de los organismos financieros en el endeudamiento de los países subdesarrollados, la impunidad frente al deterioro ambiental o la falta de ayuda estructural a las sociedades más empobrecidas.
Si en el mundo existen indicadores tan elevados de pobreza, sida o mortalidad infantil como los que se describen, es consecuencia de políticas concretas impulsadas por actores concretos en detrimento de la igualdad y la justicia. Esos actores y políticas debieran señalarse en el Informe, como una forma de justificar su pretensión cuestionadora. Asimismo, debiera sugerir la confección de una tabla de valores y una agenda alternativas, que pudieran tornarse operativas a través de la política, para cambiar el orden de las cosas.
En definitiva, a la pregunta formulada en pág. 68:
“¿cuál es la respuesta a estos problemas?”,
no basta con responder, como hace el Informe,
“Simplemente más Democracia”.
Se trata de plantear con claridad cómo luchar contra las causas que la dan desnaturalizado.