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Hace 30 años, un artículo periodístico revelaba las expectativas sobre el futuro de un niño estadounidense y de un niño africano. El primero lo soñaba como la posibilidad de apretar un botón para obtener caramelos, helados y juguetes. Para el segundo, el futuro era tener una canilla de donde saliera agua potable. Treinta años después, aquel niño estadounidense tiene la posibilidad de pulsar más botones mágicos de los que hubiera imaginado. El segundo, ya adulto, todavía no tiene agua potable.

Entre estas dos miradas de la realidad se debatió la IV versión del Congreso del Futuro desarrollado en Chile en enero pasado. Conferencistas como Steve Brown, el futurista de INTEL, o Jeremy Rifkin, ex asesor de Clinton, se encargaron de expresar la evolución tecnológica del mundo y sus posibilidades de futuro desde la mirada de aquel niño estadounidense. En cambio, exposiciones hechas desde la política por los socialistas chilenos como Isabel Allende, o desde el pensador mapuche Pedro Cayuqueo y el economista Thomas Piketty, incorporaron la noción de igualdad, y plantearon los riesgos de dejar los avances tecnológicos bajo el control de los mercados. No obstante, tanto quienes profesan una fe idílica hacia la tecnología como quienes viven marginados de ella comparten un sentimiento de desencanto, insatisfacción e incerteza ante el futuro.

La manera en que el mundo encaró esta dicotomía demuestra que, tecnológicamente, la Humanidad tiene sobradas posibilidades de resolver las grandes carencias vigentes. Pero, políticamente, la brecha social entre quienes pueden disfrutar de esos adelantos y quienes no se ha ensanchado. Y esto no es un problema de la naturaleza ni de la ciencia, sino un déficit proveniente de cómo la política ha administrado los recursos; de la distancia entre política y humanismo.

En Bruselas, durante la última semana, compañeros de izquierda de Argentina, Brasil, Chile, México y Uruguay y de países europeos debatimos la agenda de nuestra relación. Lo que sigue es parte de mi ponencia.

¿Qué puede legitimar más a un sistema político que comprobar si conduce o no a la felicidad del pueblo? La integración europea fue, en otros tiempos, un modelo de arquitectura institucional que hizo vivir mejor a los europeos y convirtió a Europa en la región socialmente más cohesionada del planeta.

Luego, en plenos años ’90 del neoliberalismo, esa arquitectura exitosa del Estado de Bienestar dio paso a un esquema puramente financiero. Por el Acuerdo de Maastricht de 1992, los países que aspiraran a entrar en el euro debían comprometerse con límites muy estrictos en cuanto a endeudamiento, inflación y déficit fiscal. Metas de orden monetario y financiero, en lugar de las de corte social y productivo que habían dado origen a la integración europea.