¿Es posible bajar las resistencias de muchas y muchos compatriotas que no quieren hablar de política?
Por Carlos Raimundi para El Cohete a la Luna
Desde la filosofía el pensamiento adquiere una dimensión autónoma, no necesariamente amarrada a la acción. Pero aplicado a la política, el pensar determina, por una parte, la orientación de nuestros actos. Por otra parte, al estimular la reflexión en un colectivo de personas, lo interpela y lo induce a un accionar concreto. En política, el pensamiento y la acción van indefectiblemente de la mano.
Este trabajo no aborda el armado electoral del campo nacional y popular ni está orientado a reiterar la lista de frustraciones materiales acaecidas durante el macrismo y compararlas con las conquistas obtenidas durante los gobiernos kirchneristas. En la percepción cotidiana de una mayoría abrumadora, la realidad se encarga por sí misma de hacer esa comparación. No se trata de seguir diagnosticando y criticando al macrismo desde su fracaso económico, sino de reconocer su capacidad de anticipación y su destreza –como parte de un aparato de poder muy superior— para trabajar en el plano simbólico de la percepción y la interpretación de la realidad de una parte importante de nuestro pueblo.
Si sólo se tratara del malestar material y se actuara por comparación entre las dos etapas, las elecciones de 2019 serían nada más que un trámite para formalizar el cambio de gobierno. Pero no es así. El poder ha ocupado con éxito una porción sustantiva del campo de interpretación simbólica de nuestra población y es allí donde debemos actuar. Es esa construcción simbólica lo que tenemos que desarmar.
Montado sobre una profunda capa de creencias moldeada durante la modernización oligárquica de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, el poder trabajó para captar la preferencia de una parte importante de nuestra sociedad. Una de las creencias de esa vasta plataforma de recursos argumentativos creada por el discurso de la oligarquía, es la que asocia la grandeza nacional con la prosperidad del sector latifundista, convirtiéndolo en un modelo de clase, para llegar al cual debe denigrarse al que es pobre y al hermano latinoamericano. No se trata del desprecio al inmigrante en general sino al inmigrante pobre, aquel cuyo porte físico es de baja estatura y tez morena, en contraposición con el prototipo anglosajón.
La cultura popular, que también deviene de los albores de nuestra Nación y fue reforzada en el siglo XX por el primer peronismo, las luchas de los años ’60 y ’70 y por los 12 años kirchneristas, construyó un campo contracultural y contra-hegemónico que todavía, está visto, no pudo consolidarse. Hacerlo es parte de nuestras asignaturas pendientes.
Convidar a pensar
Si la Patria es el otro, tenemos que pensar con el otro. Escuchar y co-pensar, ejercitar la proximidad, sin jerarquías, sin imponer, sin ofender, sin acusar. Tratar de bajar las resistencias por las cuales muchas y muchos compatriotas no quieren hablar de política.
“Por favor no hablemos de política”. ¿Por qué duele tanto “hablar de política”? “Porque me vas a querer convencer y no me vas a convencer”. El otro parece defenderse, aunque no sepa bien de qué. Tal vez crea que puede quedar expuesto a nuestra subestimación.
En la Argentina, las pasiones políticas se han puesto en juego con tal intensidad a lo largo de la historia que nuestras posiciones están entrelazadas a identificaciones fundantes de nuestra propia condición subjetiva, tocan el ser. Como sucede en muchas personas respecto de la religión: se sienten de tal religión. Aunque no tienen ni idea de lo que dicen los textos ni asisten a los oficios religiosos, ni nada. Pero “son”. Este parece ser el punto más delicado, pero no es inmutable.
El contacto personal que estimule el pensamiento crítico es acción política en estado puro, que se opone a la masificación de los medios, a la colonización indiscriminada del neoliberalismo. Y se opone a él en la medida que propicia la integración de singularidades. Esa es la ética que nos convoca.
Sabemos qué valores defendemos y qué país queremos, eso es una posición ética. A través de generar preguntas, tenemos que dilucidar cuál es la posición ética del otro: si prefiere otro país o si anhela el mismo que nosotros pero cree que es el presente gobierno quien nos va a conducir a ello. En el primer caso, no hay mucho que hacer. En el segundo caso, tenemos la obligación militante de ayudar a que note las trampas del discurso oficial, sus contradicciones, sus semejanzas con experiencias anteriores, sus consecuencias. Con esa semilla sembrada comenzará a resquebrajarse la creencia.
No enojarse, invitar a pensar
Nuestra invitación a la reflexión debe orientarse no a rechazar la prosperidad de los más prósperos, sino a inculcar los beneficios de un desarrollo armonioso de toda la sociedad, con la convicción de que nunca nos sentiremos del todo bien mientras a nuestro alrededor exista sufrimiento. Y que ese sufrimiento no es fruto de la voluntad del que sufre ni de su falta de predisposición al trabajo, sino de la mala administración de los recursos de un país que atesora riquezas para asegurar el bienestar de todo su pueblo, y que sin embargo fueron manejados con un criterio de profunda desigualdad. No vemos otro camino en el horizonte que la persuasión alrededor de una escala de valores distinta: “Nadie puede realizarse en una sociedad que no se realiza”, son palabras del General Perón.
Es necesario desmontar el andamiaje de los prejuicios, la mentira y el odio. Nosotros no odiamos, confrontamos proyectos políticos. El odio de clase, que va unido al desprecio por el humilde, por el desprotegido y también al temor de que el ascenso social de “los de abajo” nos quite privilegios, es una categoría a la que el poder apela para distraer nuestra atención del problema central, que es el deterioro económico y social de nuestro pueblo y de nuestro sistema productivo.
En este sentido, las luchas de género van en nuestro favor. Muchísimas y muchísimos jóvenes, a quienes pasaba inadvertida la injusticia estructural del modelo económico, encontraron en la lucha contra el patriarcado elementos reveladores de la existencia de las formas ocultas del poder. De la mano de esa lucha de género, comenzaron a ver las profundidades silenciosas del poder mediático y financiero. Así, la búsqueda de la igualdad social vino a ensamblarse con la idea de igualdad de género. Si esta deconstrucción fue posible en tantas y tantos jóvenes y es posible en tantas y tantos adultos, cómo no poder de-construir también las estructuras del odio, del desprecio y la mentira.
Las mentiras y las redes
Durante la campaña de Jair Bolsonaro, las redes difundieron un video falso en el que indicaban que, de ganar, su rival repartiría mamaderas en los barrios más humildes de Brasil. Lo particular era que la propaganda mostraba que debajo de su tapa, la mamadera tenía la forma de un pene, con el fin de condenar a los partidos de izquierda por su adhesión a las demandas de género y la educación sexual en las escuelas. Todo el mundo sabía que la imagen de la mamadera no era verdad, pero una mayoría decidió creerlo. Es decir, nuestra preocupación, nuestro trabajo y nuestra prédica deben orientarse a desmontar esa tendencia de una parte del electorado a creer aún en aquello que sabe que no es verdad.
Entre otras razones, también por esto reprobamos la farandulización de la política y no nos resignamos a adaptar los tiempos y los modos del debate político al formato de los programas de entretenimiento. Porque eso traslada los modos teatrales a la política. En el teatro es lógico que, por un determinado lapso, nos decidamos a creer en aquello que sabemos que no es verdad. Pero la política no admite ese mecanismo, porque sus consecuencias son gravísimas. Una cosa es adaptarnos al uso de nuevas herramientas de comunicación para fines diferentes a la segregación, y otra cosa es “tener un Durán Barba que juegue de nuestro lado”. Porque entre él y nosotros hay una diferencia sideral que tiene que ver con la ética y los escrúpulos.
Y si bien es cierto que por momentos parece en vano hablar cuando nuestro interlocutor no está dispuesto a escuchar, o llevar a que nuestra contraparte piense cuando no está dispuesta a hacerlo, sólo el tiempo, la consistencia de nuestros juicios y la inteligencia e innovación en los métodos son los instrumentos que irán conmoviendo los basamentos de ese tipo de creencias tan profundamente arraigadas como, por ejemplo, el odio de clase. Un odio que parece visceral, gozoso, pero que no es inconmovible.
La premisa de la igualdad
No debemos conceder al macrismo que instale una agenda de temas secundarios. Pero si el imperativo es construir una mayoría potente, nuestro deber es dar el debate sobre los temas que, más allá de nuestra voluntad, una parte del electorado considera necesario discutir. Si bien su desarrollo excede el cometido de este trabajo, es necesario reconocer que hemos cometido errores, afrontar el tema corrupción, abordar la inseguridad desde una agenda democrática, dilucidar si verdaderamente son los inmigrantes quienes quitan el trabajo a los argentinos e indicar la orientación general de nuestra propuesta. Y a partir de allí convocar a una nueva esperanza.
Debemos exhortar a pensar si no hay una relación directa entre el progreso de una comunidad y la ampliación de los derechos tanto materiales como sociales y culturales de una porción cada vez mayor de sus integrantes. En eso consiste el propio proceso civilizatorio de la humanidad; mayores derechos que jerarquizan la condición humana respecto de las vicisitudes vividas durante las etapas anteriores. Es para nosotros intolerable, y debemos reaccionar con energía cuando alguien justifica las bondades de un modelo que conduce a la pérdida de derechos en lugar de su ampliación; es contrario a la ética retrotraer a un pueblo a la fase en que los derechos que ha conquistado le eran negados. Partimos de la premisa de que la igualdad intrínseca de los seres humanos es un valor positivo que debemos procurar. La igualdad en todos aquellos aspectos que respalden el desarrollo personal, sin desconocer las particularidades de cada persona en cuanto a sus gustos, a sus preferencias y su derecho a trazar su propio plan de vida. Se trata de la igualdad en todo aquello en que debamos ser iguales y que garantice que podamos ser particulares en todo aquello en que decidamos serlo. Un niño mal nutrido, sin vacunas ni abrigo, sin sentirse reconocido y sin educación en los valores sustanciales, está condenado a no tener a lo largo de su vida las herramientas para desplegar sus propias particularidades.
Es en esa plataforma de igualdad en los derechos y oportunidades fundamentales en la que debemos cimentar nuestro discurso, y a partir de esa premisa de igualdad justificar la ampliación de derechos. Eso sí, debemos ser contundentes cuando esa negación de los derechos de muchas y muchos estuvo fundada en el disfrute de arbitrarios privilegios de parte de unos pocos. Privilegios como no pagar impuestos, fugar dinero del país y descapitalizar de ese modo las políticas públicas, deben ceder ante la necesidad de construir una sociedad cohesionada. Persuadir sí, pero al mismo tiempo ser implacables con los abusos de una minoría de poder sumergida en la ilegalidad, que son los causantes de las carencias que sufren las mayorías.