*Por Carlos Raimundi

Artículo publicado en la Revista Contraeditorial en su edición del 4 de agosto de 2018.

Cambio de fase y presagio de fin de ciclo

            La actualidad política argentina está signada por un proceso de franca descomposición y deslegitimación del oficialismo en todos los frentes. Y en todos los niveles. Me adelanto a decir esto, porque estoy convencido de que cuando se rasga el telón mediático que oculta la realidad, se desmorona integralmente. Incluida esa sonrisa tan pulcramente ensayada a nivel cinematográfico de María Eugenia Vidal, en quien el poder depositó sus expectativas de recambio ante el desgaste del presidente.

            No podía ser de otra forma. Un proyecto basado únicamente en el ingreso de capital especulativo del exterior, la maximización de su tasa de ganancia financiera y la apertura absoluta para fugarse libremente del país en el corto plazo, no podía arribar a otro destino que la insustentabilidad.

            Frente a la previsible tensión entre el dólar y la tasa de interés, el gobierno no tuvo idea mejor que recurrir al FMI. Contrariamente a como ese producto fue “vendido” a la opinión pública de la mano de la celebración de “Argentina, país emergente”, el acuerdo con el FMI augura las peores consecuencias en dos planos principales. Para los inversores, es una señal de debilidad más que de fortaleza, lo que atiza la volatilidad y vulnerabilidad del modelo. Y para el pueblo, las provincias y los municipios, no es otra cosa que un ajuste mayor aún al que ya venían experimentando.

            El macrismo hizo una mala lectura del contexto internacional. Si bien replica la esencia de las políticas neoliberales de los años 90, hay una gran diferencia entre el actual proteccionismo y retracción de capitales, con la liquidez financiera de aquellos tiempos, cuando los EE.UU. acababan de ganar la guerra fría. En aquel momento, la Argentina podía captar recursos a fin de disimular el ajuste y demorar la evidencia de sus consecuencias más escabrosas. Hoy el macrismo hizo su apuesta internacional al eje Europa-Estados Unidos, que está en franco retroceso con relación a la pujanza del eje eurasiático. Así, no encuentra financiamiento internacional para otra cosa que no sea la maximizar ganancia financiera a corto plazo, pero no para desarrollo productivo alguno.

            Este contexto –mezcla de ajuste conocido que no ofrece horizonte alguno a la sociedad con mala lectura y mala gestión de la coyuntura- precipitó la descomposición política del gobierno, la caída de su imagen y del apoyo social de que gozaba. El capital electoral de octubre de 2017 resultó dilapidado, en la medida que el gobierno nacional lo interpretó como un cheque en blanco para desatar un aluvión de medidas impopulares como el tarifazo, las reformas laboral y previsional, las paritarias a la baja, el retorno al FMI. Esa misma sociedad que lo había preferido electoralmente comenzó a repudiarlo progresivamente a partir de diciembre, marcando una tendencia al deterioro de la cual difícilmente pueda recuperarse.

            Muchos sectores que hasta ayer mismo se rehusaban a criticarlo, hoy lo hacen con crudeza. Y ese cambio de percepción se traslada a todos los niveles y adquiere múltiples dimensiones. ¿Esto significa que el decrecimiento del apoyo al gobierno se convierte linealmente en apoyo al gobierno anterior y a la ex Presidenta? No exactamente. Pero, sin duda, del mismo modo en que lo que ayer era esperanza y hoy es reproche respecto de la gestión de Cambiemos, los alcances del odio también se modifican. A medida que se pone en evidencia la devastación del plan neoliberal, surge la pregunta de si el odio estimulado y las supuestas rutas de dinero k nunca comprobadas, no fueron en verdad una coartada para mientras tanto vaciar los bolsillos y las esperanzas de trabajadores, familias y pequeñas empresas.

Hoy, cada vez más compatriotas se preguntan de qué les sirvió odiar tanto al kirchnerismo; si no habrán caído inocente y equivocadamente en esa trampa. Y notan cada vez con más nitidez que, por más errores que tuviera, era preferible la agenda de aquel país y no la del actual.  

Otra grave consecuencia del re-alineamiento del gobierno argentino –junto a Brasil- con el sistema estadounidense es el sometimiento del país y la región a una vulnerabilidad similar a la que están expuestos los demás territorios del imperio. El control de la DEA, la instalación de bases y la concreción de ejercicios militares, la compra de material de seguridad a un país como Israel, implican, además de un negocio económico de ciertos sectores, que el gobierno presagia una conflictividad interna que está decidido a reprimir. Pero, además, ponen en riesgo una condición estratégica para la región que es la paz. Convertir a la región en un área de conflicto sólo favorecería, por un lado, la vigilancia y el despliegue militar extranjero, y junto con ello, el control externo de nuestros recursos energéticos, tal como sucede en otras regiones que son también una reserva de recursos estratégicos.

En este proyecto estratégico de los poderes fácticos sobre América Latina reside la explicación de por qué se ha violentado a tal extremo el estado de derecho, a tal punto de situarla bajo un régimen de disciplinamiento económico, político y social comparable a las dictaduras, con la única diferencia de que el presente método de  golpes blandos ejerce un grado no tan extremo de crueldad física directa como el aplicado por el terrorismo de Estado en los últimos años 70.   

 

Una nueva trasversalidad

            El grado de agresividad del ajuste es tal, que la disconformidad social ha desbordado todos los cálculos gubernamentales. Ya en diciembre de 2017 -apenas unas semanas después de los comicios de medio término- miles de ciudadanas y ciudadanos entre quienes se contaban muchos votantes de Cambiemos, caminaron rumbo al Congreso desde diferentes barriadas en repudio por la reforma previsional. De allí en más se sucedieron marchas docentes, de organizaciones sociales, de trabajadores y de mujeres, además de las dos grandes concentraciones del 25 de mayo y del 9 de julio, con la presencia de actores, organismos de derechos humanos y de trabajadores, partidos políticos, etc.

            Todas ellas fueron expresión de una gran trasversalidad, no necesariamente contenida ni representada por un determinado dirigente u organización, sino más bien portadora de un hartazgo colectivo sin fronteras. Y si bien, como queda dicho, nadie puede adueñarse de ellas, está claro que el alma del kirchnerismo tiene una presencia preponderante dentro de sus núcleos organizadores. Objetivamente, más allá de las simpatías de cada quien, esta presencia en los núcleos organizadores, sumada a la representación parlamentaria que ocupó la centralidad opositora desde la primera votación en el Congreso, y al liderazgo consolidado de CFK, convierte al espacio en el activo militante más importante del país. Y a ella, en el punto central de acumulación política del campo opositor.

            La pregunta es cómo pasar de ser ese activo militante más importante a constituir la mayoría electoral y social indispensable para volver al gobierno y sostener las necesarias políticas de reparación, reconstrucción y ampliación de derechos que están en la base de nuestras convicciones. Y aquí es donde me permito ensayar algunas posibles respuestas.

 

La construcción de mayorías

            La primera es que las mayorías no devienen de una especulación aritmética. No se trata de que, porque un dirigente obtuvo tal porcentual electoral, acercar a ese dirigente significa sumar ese mismo porcentaje, y si no se lo acerca se resta proporcionalmente. Construir mayorías es enamorar, irradiar esperanza, contagiar la sensación de que hay un nuevo horizonte convocante hacia el cual vale la pena marchar juntxs.

            La segunda idea es no asociar la formación de mayorías con la necesidad de formular un discurso de contenidos moderados, aligerar la propuesta. La desmesura del ajuste llegó con una ferocidad no calculada hasta la vida cotidiana, el hogar, los ingresos familiares, la fuente de trabajo, la pequeña empresa, la capacidad de ahorro, la parálisis de la industria, el acceso a los medicamentos, la educación, la Universidad, la investigación. Una sensación mayoritaria lo asocia con un gobierno que ha entregado la toma de decisiones al FMI y con el abuso de los grandes monopolios. Por ello, un número cada vez mayor de argentinos y argentinas reclaman, o en todo caso aceptaría, una fuerte intervención estatal para reparar el retroceso consumado por el macrismo. Es decir, la profundización del proyecto nacional y popular, la intervención más radicalizada sobre los nudos de poder económico-financiero, mediático y judicial que truncaron el ciclo anterior, van ganando, a juicio de quien escribe estas líneas, un amplio margen de legitimidad. 

            En definitiva, la ampliación del campo de adhesión al proyecto nacional y popular desde el activo militante a una nueva mayoría social y electoral no deviene de la licuación del discurso y la propuesta, sino, más bien, de toda una gestualidad en los modos de encarar la relación del militante con la persona de a pie, en el tono del lenguaje, en una actitud abierta, tolerante, capaz de bajar las resistencias y generar empatía con quienes no coincidan del todo con nuestro análisis, con quienes hayan votado otras opciones, etc., pero han sido duramente lastimados por el ajuste neoliberal.

            Otra duda que puede cernirse sobre la necesidad de medidas reparatorias y de intervención estatal muy profunda a partir de un nuevo gobierno popular es si el derecho las toleraría. La restitución de un modelo que priorice los valores más profundamente populares y democráticos de la tradición argentina como la salud y la educación públicas, la seguridad de nuestros mayores, la defensa de las fuentes de trabajo, la industria nacional y el mercado interno, la autonomía financiera, la unidad latinoamericana, debe actuar conforme a derecho. Hasta tanto se ponga en funcionamiento la nueva Constitución Nacional, apoyada en nuestros paradigmas profundamente igualitarios,  que vastos sectores reclaman, el derecho vigente ofrece los caminos para la legitimación de aquellas propuestas. Habrá que aplicarlo, eso sí, con toda la intensidad que permita la nueva legitimidad popular que se avizora. Ni la resistencia de algunas cadenas de medios ni la mediocridad de algunos agentes del derecho liberal pueden ser un obstáculo para la aplicación de las medidas de fondo que demandará la inminente etapa reparación, tanto en el plano interno como internacional. En definitiva, ninguna concepción democrática del derecho podría oponerse a la recuperación de derechos de parte de las mayorías, y del castigo a los abusos de derecho ejercidos por los poderes fácticos que históricamente han desafiado y reducido los márgenes de la democracia. El Pueblo debe estar seguro –debemos trasmitirle esa tranquilidad- de que las consecuencias de la entrega y el saqueo del macrismo no afectarán la recuperación de sus legítimos derechos, sino que serán afrontadas por sus responsables. El haberlas denunciado desde un principio nos otorga toda la autoridad política y moral para proclamarlo.

No existe mayor afrenta a la calidad institucional que el haber entregado el patrimonio nacional y las facultades de que está investida la institución presidencial a las directivas de un organismo extranjero como el Fondo Monetario Internacional. Y, obturados los caminos institucionales que separan al poder privado del poder público para que éste pueda interpelarlo, la ocupación de la calle se convierte en la herramienta más profundamente re-instituyente de un poder democrático que ha sido enajenado a expensas de las minorías oligárquicas.

Perdido por perdido en lo económico, hundido en tan profunda crisis de legitimidad, es posible que el gobierno apele a auto-generar situaciones de caos, de modo de inducir a los sectores más cercanos a él a tapar, con estridentes reclamos de “orden” el caos económico-financiero generado, y justificar así la intervención del aparato represivo. De aquí que nuestras marchas y concentraciones deben ser cada vez más multitudinarias, pero pacíficas y organizadas, de modo de no otorgarle el más mínimo argumento.