Nota publicada en Tiempo Argentino del 3 de enero de 2016. Por Carlos Raimundi.

Antes de cualquier otra consideración cabe ponderar la magnitud del adversario al que el Frente para la Victoria se enfrentó en los últimos comicios.

El candidato ganador no es, como sí lo fueron Néstor y Cristina Kirchner, un generador de política, sino uno de los tantos emergentes escogidos por el poder real para competir electoralmente. El adversario real es, precisamente, ese proyecto del poder real que, a esta altura de la política mundial, ya ni siquiera representa a la derecha tradicional sino que va mucho más allá. 

La derecha tradicional gobernaba desde una ideología, y a partir de ella administraba el poder político en favor de sus intereses de clase. En esta etapa del capitalismo, ya no estamos ante una derecha que administra lo público en favor de los mercados, sino que los mercados se han apropiado de lo público y de la política. Estamos, a nivel mundial, ante una transferencia del campo de la política al campo de los mercados. 
No obstante el predominio de los liderazgos y gobiernos populares que conocimos en esta última década, América Latina no ha logrado sortear esa matriz de poder. Peor aun, asistimos a una embestida de carácter masivo, que tiene entre sus prioridades recolonizar nuestros Estados bajo los intereses de los grandes conglomerados: financieras, laboratorios, biotecnológicas y multimedios trasnacionales. Y, congruentemente, el propio Departamento de Estado de los EE UU muestra en su presupuesto que su máximo interés estuvo puesto en desestabilizar dichos procesos, favorecer los golpes blandos y restaurar democracias formales y altamente condicionadas. Este dato no es menor a la hora de observar el parecido entre la campaña del PRO con el discurso, las formas, los estilos de las organizaciones de la sociedad civil o no gubernamentales financiadas por fundaciones internacionales de carácter liberal, que vienen trabajando en toda América Latina con un alto nivel de profesionalidad. Es decir, el poder real siguió contando con todas las estructuras no sólo económicas, sino de desgaste y colonización cultural, como para desempeñarse en batallas prolongadas que, a la larga, vuelven a demostrar su poderío.
Este marco debe ser mencionado con antelación a todo análisis, para determinar la verdadera dimensión de la batalla política librada por América Latina –y por nuestro país en particular– en lo que va del milenio. Toda indagación que hagamos sobre nuestras propias responsabilidades en haber perdido el gobierno de la Argentina no puede perder de vista tal perspectiva: nuestra responsabilidad, la de nuestros propios gobiernos regionales, siempre será de menor cuantía si la comparamos con la envergadura del proyecto, el profesionalismo, los recursos y las herramientas de los poderes fácticos.
Aquí cabe detenernos un instante en una paradoja, en el hecho no menor de que, en la Argentina y la región, se abordaron procesos de cambios en mayor o menor medida estructurales del paradigma neoliberal, pero bajo el sistema institucional impuesto por el neoliberalismo, lo cual llevó a tener que atender no sólo a los contenidos de fondo, sino también a los periódicos requerimientos político-electorales. Hasta que un día, como no podría ser de otra manera, se pierde una elección. 
El tema del corsé que imponen las Constituciones liberales aún vigentes en la región deberá ser detenidamente analizado y desarrollado, si lo que se desea realmente es consolidar procesos profundamente emancipatorios.
En definitiva, una de las fortalezas del poder real –no obstante las derrotas y retrocesos que pudo experimentar a manos de los procesos populares– es poder esperar; es estar preparado para ganar batallas prolongadas.   
Sólo así, desde la perspectiva de la profunda colonización cultural padecida durante décadas, del profundo individualismo inculcado por el poder real, puede entenderse que una mayoría del electorado argentino haya priorizado algunas formas por sobre cuestiones esenciales, o que se le dificulte asociar los innegables progresos individuales que nadie desconoce, con las políticas públicas de inclusión que les dan marco. Sólo así puede entenderse la falta de memoria a la hora de cotejar el aceptable clima político, económico y social de esta finalización de mandato, con las profundas crisis padecidas en un pasado no muy lejano. Sólo así –y a veces ni siquiera así…– puede entenderse que una parte tan considerable de la sociedad resulte tan permeable a las mentiras flagrantes propaladas con tanta insistencia y desparpajo por el poder.
 
La irreparable partida de Néstor
No puedo dejar de señalar un segundo factor. Fue tan profundo el corte histórico que representó la presidencia de Néstor Kirchner en la política argentina, que todavía hoy aparecen nuevos elementos para dimensionar toda la trascendencia de su muerte física.
Lejos de afirmar que hubiera una suerte de "división de tareas", el conjunto formado por Néstor y Cristina ensamblaba dos aspectos fundamentales de este tiempo argentino: la conducción del Estado y la conducción de la fuerza política. No hubiera habido presidencias de Cristina sin presidencia de Néstor, de modo que resulta imposible señalar a uno de ellos como el factótum de la conducción del Estado; ambos lo condujeron. Y, como no podía ser de otra manera, luego del fallecimiento de Néstor, Cristina tomó la conducción de la fuerza política. Es decir, no es intención de estas líneas deslindar responsabilidades entre ambos sino, por el contrario, valorar en toda su dimensión aquel "ensamble", que quedó trunco por la pérdida irreparable de aquel 27 de octubre de 2010. «