Breves apuntes sobre radicalismo, Karl Krause y Moisés Lebensohn
Luego de que los editores me honraran con la posibilidad de escribir sobre “Radicalismo, krausismo y pensamiento de Lebensohn” en la revista de la Biblioteca Nacional, me propuse no hacer un recuento meticuloso de cada tramo histórico, sino detenerme sólo en algunos de los hitos, que, a mi entender, llevaron a la declinación histórica de aquel movimiento nacional que, con la fuerza de la juventud en armas, había nacido en 1890 para democratizar al país. Los rasgos de identidad presentes en la genealogía de un movimiento político, no tienen necesariamente garantizada su perennidad, su vigencia a lo largo de todas las etapas de su existencia. No están exentos, en fin, de agotarse como opción de futuro.
La estructura económica, social y cultural argentina, así como su sistema político, han variado tanto desde el nacimiento de la Unión Cívica Radical en adelante, que ya no quedan casi rastros de aquella identidad fundante. Tratar de encontrar alguna similitud entre las conductas de Leandro N. Alem e Hipólito Yrigoyen, o más acá con Moisés Lebensohn, y las actuales referencias del partido radical –con minúsculas- da conjunto vacío.
El Krausismo y su influencia en algunos radicales
El libro más importante de Karl Krause (1781-1832) se llama “Ideal de la Humanidad”. Y en él se propone conducir a la sociedad hacia una ‘tercera edad armónica de la historia’, una ruptura con lo heredado para avanzar en un proceso reparador. Antes que una doctrina filosófica, el krausismo es, más bien, una ética; una ética que se propone ‘hacer el bien por el bien mismo’; una ética de la que abrevaron los republicanos españoles y próceres latinoamericanos como José Martí.
En su descripción de Yrigoyen, Manuel Gálvez lo define como un “hombre de principios; así ha sido y será toda su vida. En un país de hombres sin principios fijos, él se rige por unos cuantos principios. Aquí donde casi todos son materialistas, él es idealista y místico. El único argentino que no habla mal de nadie ni pronuncia palabras obsenas o sucias es él. Y el único que para nada piensa en Europa.”
“¿Comprende bien el krausismo Hipólito Yrigoyen? –continúa Galvez- Creo que no leyó a Krause, sino a Tiberghien y a otros comentadores suyos. Tal vez no ha entendido profundamente a la metafísica krausista, pero sí la parte ética y política. Con sus malos estudios secundarios y universitarios, sin una cultura general verdaderamente vasta, sin ordenada preparación en tal arduas disciplinas, Yrigoyen no ha podido comprender a fondo el krausismo ni ninguna otra doctrina filosófica. Pero hombre de extraordinarias intuiciones, ha adivinado su esencia y con ella ha enriquecido su espíritu.”
Y Norberto Galasso dice: “La ética krausista se ajustaba como un guante al carácter austero y reservado de Yrigoyen, a su escasa afición por la vida social, a su imperativo sentido del deber. En su personalidad se hicieron proverbiales el respeto a la palabra dada, la templanza del ánimo por esfuerzo de la voluntad”.
Moisés Lebensohn fue un dirigente radical nacido en 1907, y malogrado por su muerte temprana en 1953, cuyas posiciones podrían encuadrarse en la línea krausista y popular del yrigoyenismo más puro. Luchó por una juventud activa y comprometida y por la conformación de un frente popular basado en las ideas de izquierda que ganaban terreno en España y Francia durante los años treinta. Con el advenimiento de Perón, por un lado se enfrenta a los radicales de la Unión Democrática y se cuenta entre los fundadores del Movimiento de Intransigencia y Renovación, pero, al mismo tiempo, se inviste de un profundo antiperonismo que lo aleja de la representación de ese proletariado que emergía del incipiente proceso de industrialización, a tal punto de encabezar la oposición a la Constitución social de 1949. Tenaz defensor de los derechos sociales, Lebensohn terminó aferrado a una suerte de autosuficiencia idílica de la democracia formal en cuanto a su capacidad igualadora y social, por encima de las luchas populares de carne y hueso, que, aún con imperfecciones, habían encarado un camino definitivo hacia su dignificación, a través del Peronismo.
Ya en una etapa más reciente y compleja, el alfonsinismo justificó muchos de los virajes en su acción de gobierno –la renuncia a movilizarse para sostener la reforma sindical, el relevo de Bernardo Grinspun y el cambio de su política económica, las leyes de punto final y obediencia debida- sin recurrir a una separación mayor como lo hubiera sido alejarse de su concepción ética de la política, sino a una separación un rango debajo de aquella, como lo es la distinción weberiana entre la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad. En todos los casos, se lo hacía en honor a una causa superior, como lo era “salvar la democracia…”.
El 16 de abril de 1987, aquel jueves de semana santa en que amanecimos con el levantamiento carapintada, el presidente Alfonsín que había ordenado el enjuiciamiento de las juntas militares, afirmaba ante una enorme y esperanzada Asamblea Legislativa que la democracia no se negociaría. Pocos días después, convocó a los dirigentes jóvenes para explicarnos que debía enviar al Parlamento el proyecto de ley de Obediencia Debida, como única manera de –según sus palabras- ‘salvar la democracia’. Ante eso, quien esto escribe dijo más o menos lo siguiente: “Doctor, creo en su buena fe, pero ¿qué tipo de democracia es la que se salvará? No una democracia con todos los riesgos que implica el pueblo en la calle, sino otra, condenada a subordinarse al Poder.” Y, desde entonces, hasta 2003, lo que tuvimos no fueron presidentes que interpelaran al Poder en nombre de sus pueblos, sino que se justificaron ante sus pueblos en nombre de las presiones, o las directivas, según el caso, que les imponía el Poder.
Radicalismo y Movimiento Nacional
En muchos tramos de la historia argentina a partir de la segunda mitad del siglo pasado, vi que no sólo era factible, sino altamente conveniente para nuestro país, la confluencia entre los principios rectores del radicalismo y del peronismo como sendos movimientos nacionales y populares. Sin embargo, el devenir de las dos últimas décadas y media, me induce a pensar que eso ya no es una causa política por la cual luchar.
El primer gran movimiento político de masas argentino, posterior a la organización nacional, fue el resultado de la transformación de la estructura social del país, de la mano de las primeras corrientes migratorias europeas, de sus nuevas necesidades y aspiraciones, y de las de sus descendientes. El país adquiría una nueva fisonomía a través del tendido de las líneas férreas, la instauración del sistema nacional de instrucción pública, de los símbolos nacionales y de las fechas patrias, la unificación de la moneda nacional y del sistema de pesas y medidas, la creación del registro civil, la abolición de los ejércitos provinciales y su remplazo por el régimen nacional de servicio militar.
Estas movilidades de la sociedad argentina, en el marco de la cerrazón de un sistema político de minorías notables, que, más allá de sus matices internos, representaba la concentración de los intereses de la élite porteña, energizaron la voluntad de cambio de las nuevas generaciones, y fueron dando forma a los postulados de la Revolución del Parque de 1890, expresión armada de una violencia cívica urbana sin antecedentes inmediatos.
A partir de allí, una larga peregrinación por la geografía federal de los radicales revolucionarios, extendió la doctrina y asentó territorialmente las bases del novedoso movimiento político. A lo largo y ancho del territorio nacional –sin que faltaran fuertes alzamientos armados- se acompañó la lucha de Hipólito Yrigoyen por arrancar al ‘régimen’ oligárquico y centralista el voto popular.
El hecho de ser el primer gobierno legitimado por sufragio universal, hizo de aquel período radical que va de 1916 a 1930, una etapa de grandes transformaciones, en orden a que se representaba otros intereses. Los de las capas sociales menos reconocidas. No aún los de un proletariado industrial que surgiría recién en el tramo final de la década de 1930, protagonizaría otro proceso migratorio –esta vez interno- y daría lugar a un nuevo movimiento político y social.
No obstante su condición minoritaria en el Senado nacional, la UCR plasmó buena parte de la legislación social y laboral de cúneo socialista; fortaleció la función del Estado en política tributaria, principalmente frente a los grandes propietarios rurales; contradijo a las potencias victoriosas de la Primera Guerra mundial al asumir una posición neutral y rechazar la formación de la Sociedad de las Naciones; echó las bases de un proyecto integrador como el ferrocarril trasandino de Huaytiquina; arrancó a la Iglesia católica el manejo exclusivo de las Universidades y nacionalizó la explotación del petróleo. En definitiva, un glosario de medidas que colocan a ese gobierno en el sitial de las gestas populares del siglo XX, y a Hipólito Yrigoyen en el listado de los caudillos más reconocidos.
Dos episodios marcados por una violenta represión de trabajadores enlutan la trayectoria presidencial de Yrigoyen. Aquel de enero de 1919, originado por la huelga de los Talleres Vasena, en el barrio de San Cristóbal, Buenos Aires, y la de los obreros rurales de la Provincia de Santa Cruz, a principios de la década de los años veinte. No obstante, en su reciente obra “Don Hipólito”, Norberto Galasso rescata la figura de Yrigoyen aún a pesar de estos hechos, respaldado en la complejidad de las fuerzas interactuantes, a lo que podría agregarse la ausencia de control que el gobierno civil ejercía sobre aquellos grupos policiales y militares. Con un Yrigoyen emplazado entre la presión oligárquica y la radicalidad y cierto mesianismo del proyecto anarcosindical, Galasso resume con las siguientes palabras aquellos capítulos salientes de la historia radical: “más allá del intento de arbitrar o moderar en los conflictos entre capital y trabajo, y de las críticas que puedan imputársele a la dirección anarcocomunista por haber intentado un putsch con alto grado de irresponsabilidad y aventurerismo, lo cierto es que estos hechos quedan como un tremendo baldón en la historia del partido radical, el cual enarboló la democracia como principio fundamental de su programa. El radicalismo no fue lo suficientemente fuerte como para afrontar la presión conservadora nativa y la inglesa, así como para impedir la acción de los grupos de choque de la oligarquía. Aunque también debe reconocerse que había sido colocado en una posición muy difícil, entre la reacción y la ultraizquierda, y que asimismo, los anarcocomunistas debieron evaluar la correlación de fuerzas y quién era el enemigo principal, no sólo en la teoría, sino en la acción concreta”. Y más adelante agrega: “la historia del Radicalismo queda manchada tanto por la Semana Trágica del 19, como por los fusilamientos de la Patagonia. Su concepción de la cuestión social, desde el paternalismo de Yrigoyen, no había alcanzado para abordar con justicia los conflictos sociales modernos, recayendo en las viejas prácticas represoras y sangrientas de la oligarquía, que el radicalismo había combatido.”
“Algunos ensayistas vinculan estos episodios con la impotencia del radicalismo para comprender los fenómenos de la sociedad industrial y lo relacionan con su nacionalismo agrario, incapaz de entender en profundidad las luchas sociales del capitalismo industrial, así como los problemas propios del sindicalismo.” Un análisis que bien podría corresponderse con los posteriores intentos de gobierno radical de Illia y de Alfonsín.
Sigue Galasso, respecto de aquel tramo histórico: “los radicales, por su parte, arguyen que con Yrigoyen los trabajadores comenzaron a tener protagonismo y dan como ejemplo, las críticas implacables de La Nación y La Prensa al ‘obrerismo’ de don Hipólito”. No obstante, el balance de Galasso es positivo, y lo corona con la anécdota de una visita del Embajador británico a la Casa de Gobierno, a quien el Presidente Yrigoyen hace esperar 40 minutos sentado frente a un cuadro de la rendición inglesa en 1807.
Ante la declinación y el posterior fallecimiento del líder popular, el partido radical afronta la década de 1930 en un clima de profunda división, que lo bifurca entre el colaboracionismo con los gobiernos conservadores y la abstención electoral ‘revolucionaria’, expresada por el núcleo más puramente yrigoyenista. Es precisamente ese núcleo, conformado –entre otros- por Arturo Jauretche y Homero Manzi, el que se integra, en 1935, en la “Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina” (FORJA).
FORJA marca una línea de continuidad del movimiento nacional, entre un yrigoyenismo cuya contención en la estructura partidaria desfallecía, y la gestación y posterior desarrollo del peronismo. El nacionalismo, la fortaleza del Estado, la defensa de los más humildes, son algunos de los rasgos que expresan esa continuidad. A diferencia de aquellos dirigentes, la conducción del partido se asocia a las clases dominantes, lo que lo lleva a asumir el ideario liberal y, paradójicamente, el cometido altamente antiperonista de esa alianza: absorber en sus filas a un componente de la izquierda internacional, que veía al peronismo como la principal amenaza a su representación de la clase trabajadora.
No obstante, a partir de 1940, la pertenencia a la estructura formal de la UCR puede más que el programa y la formación de un sujeto social y político con la fuerza transformadora como para concretarlo, y los radicales Luis Dellepiane y Gabriel del Mazo prefieren volver a su partido, lesionando aquella línea de unidad y continuidad histórica del movimiento nacional que los había inspirado inicialmente. Es así que en la mayor parte de las crónicas históricas que se escribirían luego desde los propios autores partidarios, el capítulo FORJA será deliberadamente menospreciado, pese a la trascendencia histórica que hubiera tenido su profundización. Años más tarde, en 1945, la UCR también condenaría al cordobés Amadeo Sabattini por su acercamiento a Perón, y se opondría a que integrase la fórmula peronista como vicepresidente. El devenir de los acontecimientos posteriores de la historia argentina, demuestran que estas decisiones constituyeron un error de grueso calibre. No se trataba de un acercamiento acomodaticio entre dos partidos políticos, sino de la conformación de un tejido social entre sectores medios y populares, que hubiera constituido el único bloque de poder capaz de doblegar al proyecto oligárquico que sometió al país durante los tramos más largos de su devenir histórico.
Esa pérdida de la identidad de sus albores y su antiperonismo exacerbado, no sólo hizo del partido radical un protagonista en la conducción de la dictadura instalada en 1955, sino que participaría, de allí en más, en todas las experiencias electorales en las que el peronismo estaría proscripto, e inclusive, de la asamblea constituyente de 1957. El propio presidente Illia, no obstante sus esfuerzos para devolver al partido radical algunos rasgos de autonomía en política exterior y soberanía económica a través de su política petrolera y de medicamentos, será producto de una elección en la cual el peronismo permaneció proscripto y cedería a las presiones militares que impidieron el retorno de Perón a la Argentina en 1964. Fenecía, pues, definitivamente, aquella convención de la política argentina según la cual el radicalismo era la expresión más cabal de la democracia electoral como valor.
El proceso político de los primeros años 70 encuentra al partido radical falto de iniciativa, subsumido en la estrategia de Perón en el plano de la superestructura partidaria, y en el clima de re-peronización de la sociedad -y de la juventud en particular- en el plano de la realidad cotidiana. Esa subsunción se refleja claramente en los resultados electorales de marzo y septiembre de 1973, con un 30% de representación electoral por debajo de las fórmulas justicialistas. Pero serían tales las contradicciones, los dilemas y las catástrofes que se revelaron al interior del justicialismo con posterioridad a la muerte de Perón, que una vez transcurrido el tramo más trágico y hegemónico de la dictadura cívico-militar iniciada en 1976, el proceso de reapertura política encontrará mejor parado en su vínculo con la sociedad a un sector del radicalismo liderado por Raúl Alfonsín, que a las distintas expresiones del PJ.
La irresponsable aventura de Malvinas acelerará la apertura político-electoral. Su triste, pero inevitable definición en junio de 1982, dividirá aguas a partir del posicionamiento de cada dirigente político en torno de la guerra. Y es aquí donde irrumpe Raúl Alfonsín, que ya venía dando pasos en la causa de los derechos humanos, pero que explota políticamente en términos de concitar el reconocimiento público, a partir de haber sido el único dirigente de primera línea que se opuso desde un primer momento a la aventura militar.
Alfonsín transitó su campaña y el primer tramo de su gobierno iniciado el 10 de diciembre de 1983, alrededor de la idea de construir un gran movimiento de unidad nacional de las mayorías, que secundarizara sus diferencias a expensas de la lucha central contra los factores del poder real que habían impedido históricamente el desarrollo del país. Su prédica calaba hondo en los sectores populares. Me consta que muchas familias de trabajadores del conurbano bonaerense y otros barrios humildes del país, ligadas ideológica o sentimentalmente al peronismo, tenían en sus viviendas las estampas de Perón o de Evita, junto a una fotografía de Alfonsín.
Vigencia de ‘La Contradicción Fundamental’
En junio de 1983 tuve la satisfacción de que la Junta Coordinadora Nacional me encomendara reescribir –para su actualización- un documento de formación política que fue muy importante para una porción numerosa de la militancia joven que había abrazado con enorme entusiasmo y esperanza el retorno a la vida institucional. Su primera versión se había escrito una década atrás, en aquellos convulsionados primeros 70, con antelación a la catástrofe que luego vivió el país, que se iniciara con la Triple A, y llegara a su punto más trágico con la dictadura cívico militar. El título de ese documento ya dice mucho: “La Contradicción Fundamental”.
Voy a trascribir aquí algunas de sus frases más significativas, por su vigencia entonces y por su actualidad, y, además, para ser coherente con todo aquello que sosteníamos.
Ya en su introducción hablábamos de lo que hoy podríamos llamar “empoderamiento”, cuando nos referíamos a “la Causa de la democracia gobernándose a sí misma, la Causa del Pueblo gobernándose a sí mismo", en alusión a “la Causa de los Desposeídos”.
“En la actualidad el problema fundamental de Argentina sigue siendo el mismo. Las minorías defensoras del privilegio dispuestas a todo con tal de mantener sus prerrogativas, enfrentadas a la mayoría del pueblo argentino. Damos el nombre de "contradicción fundamental" al enfrentamiento principal de sectores sociales en una sociedad determinada, que por su importancia trasciende el marco de los demás enfrentamientos sectoriales que existen -los cuales adquieren un carácter secundario- y proyecta sus consecuencias hacia todos los sectores de esa sociedad.
La Contradicción Fundamental que sufre la Argentina es la que enfrenta a toda la nación con los intereses de todo orden que quieren destruirla. Los protagonistas de esta contradicción son: el pueblo argentino por un lado y el complejo antinacional oligárquico-monopólico-imperialista por el otro. La Nación necesita independencia para lograr su realización y la felicidad de su pueblo. El complejo antinacional necesita, por el contrario, un país debilitado para hacer buenos negocios y para ello se da una tarea de debilitamiento de la Nación, en todos los órdenes: económico, político, cultural, moral.”
“Componen el campo del anti-pueblo, los grupos económicos y empresarios vinculados al imperialismo norteamericano, inglés, europeo, multinacional, la oligarquía terrateniente, los monopolios exportadores e importadores y de la intermediación, y la oligarquía financiera. Cuantitativamente conforma menos del 5% de la población y posee en sus manos la inmensa mayoría del poder económico y de la producción argentina.”
“Los sectores entreguistas de la burguesía desarrollan una acción política imperialista sumamente peligrosa por la sutileza y aparente razonabilidad y además, por la imagen de "modernista" y "transformadora" de que suele disfrazarse.”
“Respecto de la oligarquía financiera, ésta instrumenta su acción política en los países de economía capitalista dependiente como el nuestro, en base a las líneas directrices que a nivel mundial son trazadas por los grandes centros del poder financiero internacional. (..) su labor consiste en lanzar determinados "paquetes de medidas" cambiarias, arancelarias, impositivas y crediticias ordenadas desde el exterior, que desalienten la producción nacional y favorezcan el establecimiento y enriquecimiento del mayor número posible de sucursales multinacionales y seudonacionales de aquellos grandes grupos financieros, sin ofrecer trabas para que sus enormes utilidades puedan ser giradas libre y fácilmente hacia sus oficinas centrales.”
“El perder de vista la cuestión principal posibilitó que los radicales ayudaran a la oligarquía en el golpe del '55 Y que algunos peronistas ayudaran a la oligarquía en el golpe del '66. Ambos, por encima de sus justificativos parciales, actuaron sin comprender el tenor de la contradicción principal del país. Pero lo que es más grave, permitieron que a raíz de estas actitudes equivocadas, se ahondara la división en el seno del pueblo, debilitando la fuerza de la Nación para defenderse de sus verdaderos enemigos.”
“En -el plano internacional, debemos recuperar el rol tradicional de la Argentina en América Latina, tendiendo a lograr la unidad del subcontinente en forma progresiva, en los órdenes económico, político y cultural, así como en la educación de sus pueblos. Debemos tender a presentamos ante el mundo como un grupo cohesionado y en el futuro como una sola Nación con nuestros hermanos de Iberoamérica, sobre la base de nuestros principios tradicionales de no intervención, defensa de la autodeterminación de los pueblos, solidaridad con los pueblos del mundo que luchan por su liberación colonial o imperialista e igualdad jurídica de los Estados.”
Primero el partido, luego la patria
La posibilidad de discutir el endeudamiento externo a partir de la convergencia de intereses entre los países latinoamericanos, el abordaje regional de la crisis centroamericana y las primeras medidas de gobierno relacionadas con los derechos humanos -anulación de la autoanmistia de los torturadores y genocidas, juzgamiento de las juntas militares y formación de una comisión para recibir las denuncias sobre personas desaparecidas- afianzaron el entusiasmo de vastos sectores, desde trabajadores hasta simpatizantes de centro-izquierda. Pero la Argentina heredaba un contexto de sumo desprestigio y desconfianza, sobre todo, a partir de las atrocidades cometidas por la dictadura. La restauración conservadora de Ronald Reagan y Margaret Thatcher estaba en su apogeo y no encontraba resistencia en una Unión Soviética declinante; el entorno regional era de dictaduras militares y el endeudamiento externo entraba en crisis. Todo esto, sumado a los errores políticos domésticos que no son materia de este trabajo, debilitaron el impulso de aquel primer tramo de gobierno y dilapidaron rápidamente las expectativas multitudinarias y movimientistas que se habían depositado en aquella “primavera alfonsinista”.
La debacle del gobierno de Raúl Alfonsín devolvió al radicalismo al terreno de la desorientación creciente durante la década de los años 90. Desorientación que podría explicar en varios de sus aspectos, pero me detendré sólo en uno de ellos, que me parece central a la hora de fundamentar su claudicación respecto de su estirpe yrigoyenista. Me refiero a su implícita, pero clara renuncia a la condición a partido de mayorías y a su correlativa renuncia a disputar el poder político de la Nación.
Dado que la asunción de Carlos Menem a la presidencia coincide con el año de la caída del Muro de Berlín, nuestro país no podía ser inmune a la conmoción que la derrota del socialismo causaba en el campo de las ideologías, y alguien tenía que desempeñar la función de brazo ejecutor. Así como el Consenso de Washington continuó las medidas conservadoras de Reagan-Thatcher, el despliegue del menemismo es la nueva fase del ajuste estructural iniciado por la dictadura de 1976-1983. Esta vez, en un estadio político superior, desde el momento que aquella primera fase necesitó del terrorismo de Estado, mientras que el menemismo fue legitimado electoralmente, en nombre del mismísimo partido justicialista.
Por su parte, la UCR, que había sido uno de los términos del acentuado bipartidismo argentino, renunciaba a convertirse en una alternativa. Como testigo calificado de esa época en mi condición de joven diputado nacional durante el periodo 1989-1993, me tocó presenciar espurios acuerdos parlamentarios, por los cuales el bloque radical lavaba su conciencia y la de los afiliados partidarios votando en contra de algunas leyes emblemáticas del neoliberalismo, pero acordaba por debajo de la mesa el otorgamiento del quórum o el retiro de algunos diputados si ello resultaba necesario para aprobarlas. La contraprestación no era más que hacer coparticipar a algunos dirigentes de ciertas decisiones y cargos menores, pero el precio fue su profunda deslegitimación social.
Esa cooptación política a merced del menemismo le deparó el peor resultado electoral de su historia hasta ese momento, para su candidato a presidente en 1995, relegándola al tercer puesto a expensas del naciente FREPASO, cuyo eje convocante principal era la denuncia de aquellas prácticas oscuras y el anacronismo y la impotencia del viejo bipartidismo.
Lo que vino después es una mera sumatoria de anécdotas que no hacen otra cosa que confirmar la pérdida histórica de su rumbo.
Corolario
La historia grande del radicalismo está jalonada por algunas afirmaciones proverbiales. “¡Que se rompa, pero que no se doble!”, dice Leandro N. Alem en su testamento político. “¡Que se pierdan mil gobiernos pero que se salven los principios!”, sentencia Hipólito Yrigoyen. Y décadas más tarde, Raúl Alfonsín afirmará que “si la sociedad se hubiera derechizado, lo que tiene que hacer la Unión Cívica Radical es prepararse para perder elecciones, pero nunca hacerse conservadora”. Son frases que, tal vez sin proponérselo, expresan profundamente la ética krausista.
Aún así, bien podría un partido político con la historia de la UCR -que supo ser gobierno, que fuera otrora influyente en la vida nacional- justificar cierto corrimiento de alguno de aquellos postulados maximalistas en aras de un proyecto de poder político de curso transformador. Esgrimir algo así como “cedemos parte de los fundamentos puramente éticos, frente la ética de un proyecto de gobierno que beneficie a las mayorías que históricamente buscamos representar y alguna vez representamos”. Esto podría ser posible, entendible, e incluso –depende de cuáles fueran las circunstancias- encomiable.
Sin embargo la experiencia concreta del partido radical de las últimas dos décadas, la retracción desde la idea de movimiento nacional a la conducta propia de un partido minoritario , el pragmatismo, el desvarío ideológico, político y táctico, la reducción de la acción política a objetivos demasiado menores, lo sitúan, a mi juicio, en el más incómodo de los lugares. Ya no puede –ni podrá- sostener con credibilidad aquellos principios, y al mismo tiempo ha renunciado a construir proyecto de poder popular alguno.
“El hombre que pudo cambiar la historia” es el nombre de una pormenorizada semblanza de Moisés Lebensohn que hace el abogado radical José Bielicki. Junto a Crisólogo Larralde fueron dos radicales de hondo pensamiento social. Larralde diría en 1954, que “quienes votaron contra la UCR el 24 de febrero de 1946 –primer triunfo presidencial de Perón- lo hicieron bien, porque creyeron que votaban su liberación económica y nadie puede condenar una aspiración tal”. Para agregar luego, a mi juicio erróneamente: “que se acerquen a nosotros”. Erróneamente, porque no podía ser factible que fuera la columna vertebral del sujeto transformador, la clase trabajadora, quien se acercase a una de las adyacencias del movimiento nacional. Eran esas capas medias, no oligárquicas ni pro-imperialistas pero sí antiperonistas, las que debían comprender el proceso histórico y acercarse al centro de gravedad de la transformación social y cultural de la Argentina, y no a la inversa.
Volviendo al título de Bielicki, ¿cuál fue el verdadero motivo por el que Lebensohn ‘no pudo cambiar la historia’? ¿Su muerte prematura? ¿O el haber tomado por la línea histórica equivocada? Para quienes, como él, no creían en hombres providenciales, la respuesta correcta no podría ser la primera; no podría ser sólo la pérdida de un hombre, debía ser, más bien, una equivocación conceptual. En definitiva, con todo lo encomiable de su biografía, Lebensohn fue uno de los varios radicales que pudieron cambiar la historia. Y cada uno de ellos encontrará una jusficiación, pero no lo hicieron.-
Publicado en La Biblioteca, revista de la Biblioteca Nacional, Primavera 2014