El miércoles último, la Cámara de Diputados dio media sanción a un proyecto de ley que reconoce el derecho de toda persona mayor de edad a acceder sin costo a los siguientes métodos para evitar la concepción: ligadura de trompas en la mujer y vasectomía en el varón.
El proyecto exime de autorización judicial a quien tome la decisión, así como de un requisito tan retrógrado como el consentimiento del cónyuge.
No se trata de aprobar “a la ligera” una práctica delicada. Es decir, no induce a pasar frente a un hospital como si fuese una boutique, y decir: “¡Qué bueno, entremos así me ligo las trompas!” Exige, por el contrario, máxima información previa, incluso por un equipo multidisciplinario, sobre los riesgos de la práctica, sus consecuencias y mayores o menores posibilidades de reversión.
Estamos ante un tema que abarca cuestiones socioeconómicas, como el perfil de las personas que potencialmente podrían ser beneficiadas o la situación de nuestro sistema de salud pública, así como cuestiones personalísimas como la autonomía de la voluntad y el libre albedrío, tanto desde el punto de vista religioso, ético y filosófico, como desde sus alcances constitucionales.
Todas estas dimensiones fueron abordadas en el debate, en algunos casos con fundamentos de altísimo nivel, como los expuestos por las dos diputadas del ARI —Marcela Rodríguez y Elisa Carrió— desde perspectivas diferentes una de otra.
Se trata, finalmente, de un proyecto perfectible, y que debemos permitir que actúe para detectar a lo largo de su vigencia los aspectos pasibles de ser mejorados.
Pero lo que deseo resaltar enfáticamente en estas líneas es: primero, el avance cultural que representa para nuestra sociedad discutir temas de esta densidad —como lo fue en su momento la donación de órganos— con la altura que se lo hizo; segundo, la importancia de incorporar por primera vez la vasectomía entre los métodos para evitar la concepción, esto es, una práctica que incide sobre el cuerpo del varón.
Desde los exámenes ginecológicos y obstétricos, pasando por el parto y el posparto, hasta la colocación de dispositivos y la ingestión de píldoras, siempre es la mujer la que pone el cuerpo. Mientras tanto, los varones sólo debemos acceder a utilizar un preservativo, a lo que —inclusive— en infinidad de casos nos negamos.
La presencia de la mujer en el espacio público y el mundo del trabajo, así como la lucha de tantas vertientes de los movimientos de mujeres, causaron una profunda apertura mental en muchos hombres, un esfuerzo para comprender no sólo las reivindicaciones de género como tales, sino desde la convicción profunda de la igualdad de derechos de mujeres y hombres.
Es en este sentido que el proyecto sancionado nos pone a los varones ante el desafío de consustanciarnos cada vez más con nuestra responsabilidad en temas vinculados con la sexualidad y la procreación. Temas que implicaron invariablemente siempre la invasión del cuerpo de la mujer, y en los que nosotros también tenemos que involucrarnos.
En otras palabras, la aprobación de un proyecto que incorpora —al menos en su enunciado— una práctica anticonceptiva en que es el varón quien pone el cuerpo, es un avance. Pero no puedo negar que entre el texto y su internalización profunda en nuestra conciencia masculina para hacerlo operativo, hay todavía un abismo.
El hecho de verbalizar el tema y escribirlo en una ley es recién el punto de partida de una batalla cultural que llevará años. Sería demagógico y no sincero de mi parte si dijera que estoy, en lo personal, preparado para una práctica —la ligadura de conductos espermáticos— como la que propone la ley. Sí me comprometo a hacer y promover entre las personas de mi género un gran esfuerzo para suprimir la distancia entre los costos personales que experimenta la mujer respecto del varón en las cuestiones de sexualidad y procreación. Y a continuar tratando de no hacer diferencia alguna en los valores que intento trasmitir a mis hijas mujeres y a mi hijo varón.
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