Quiero agradecerles muchísimo por haberme invitado y hacer una aclaración previa: yo no manejo las categorías del psicoanálisis, solo he sido paciente en psicoanálisis. Me muevo dentro del campo de la política, por eso les pido tolerancia.

Lo primero que quiero resaltar es el carácter inexorable de la política. La política no puede estar ausente porque se encarga de administrar los bienes públicos. Nosotros podemos estar acá, esta noche hablando de todas estas cosas porque pudimos venir por una calle que alguien trazó. Toda la organización de la sociedad responde a que algunas personas se han ocupado y se ocupan de la cosa pública, la ‘res-pública’.

Y una primera pregunta sería, ¿cómo puede ser que eso que las sociedades necesitan como el aire, que es la administración de lo público, de los bienes sociales, sea una de las actividades más intensamente cuestionadas por estas sociedades que tanto la necesitan? Existen errores y faltas propias de la política, pero también hay intereses para que ese cuestionamiento ocurra. No es una cuestión ingenua.

En segundo lugar, venimos presenciando en estos últimos años la enajenación de la política, insisto, enajenación dicho en términos corrientes y no en términos técnicos. Esto es, cómo ha avanzado el poder de los mercados sobre la política. Cuando analizamos el volumen de recursos con que cuentan los Estados -que son o deberían ser la expresión de la voluntad popular- y los volúmenes de recursos que manejan los sectores privados, advertimos la diferencia sideral que hay entre unos y otros a favor de los recursos privados; ahí, en esa comparación, se establece también una relación de poder. En este punto, ya no estamos hablando de ideas de la derecha conservadora como una expresión de la política que, en defensa de determinados intereses, trata de administrar lo público a su manera, sino que estamos hablando de cómo los poderes financieros, poderes privados, utilizan lo público como instrumento para beneficiar sus propios intereses. Es decir, hay una transferencia del campo de la política al campo de los mercados.


Luego de ver el título de esta charla, pensé en cómo ha aumentado la velocidad en que van cambiando los grandes paradigmas ordenadores de la política. Nosotros crecimos en el mundo de la guerra fría, de la existencia de dos grandes bloques, y eso ordenaba. No digo que ordenara bien, pero ordenaba: había pertenencias, había campos de acción, había áreas de influencia. Y uno sabía que si estaba dentro de cierta área de influencia había cosas que no podía hacer porque pertenecían a la otra. Desde luego que esto tenía falencias extraordinarias. En mis clases, yo suelo hacer una lista de países pertenecientes a un campo y al otro. Tomemos como referencia los dos sistemas de protección militar que existían, la OTAN y el Pacto de Varsovia. En ese orden, Dinamarca y Paraguay estaban bajo la OTAN, pero ¿qué tienen que ver Dinamarca y Paraguay? Es decir, en términos de cómo vivía la gente en esos países que estaban en la periferia de aquellos centros de poder, era mucho más el parecido entre periferia y periferia que la otra pertenencia referida a los bloques ideológicos.

En apariencia, con la caída del Muro de Berlín –su derrumbe material y simbólico- a algunos les dio la impresión de que el mundo se ordenaría a partir de un único paradigma: la conjunción entre democracia liberal y economía de mercado, que eso ordenaba al mundo. Entonces empezaron a aparecer todas las contradicciones que estaban latentes. No fue verdad, no se ordenó el mundo.

Se trataba del paso a la denominada “globalización”. En términos de lenguaje, la globalización nos da la idea –por la propia etimología de la palabra– de totalidad. Sin embargo, en la mayoría de los aspectos la cantidad de personas concretas que acceden a esos adelantos técnicos que configuran la idea de globalización no pasan de una quinta o una sexta parte de la humanidad. Es decir, que hay pocos conceptos que estén tan segmentados, que sean tan parciales como el concepto de globalización, pese al origen de la palabra que indica globalidad.

Más tarde cayó el otro símbolo: las Torres Gemelas. Todavía no se había terminado de escribir ese nuevo orden en reemplazo del anterior y cayeron las torres. Eran el otro símbolo, el del otro sistema. No es que en uno cayó el marxismo y en el otro cayó el capitalismo de Adam Smith. En uno cayó el socialismo real, y en el otro se vio afectado el capitalismo real.

Y aquí cambian de nuevo las cosas. Hasta ese momento, la estrategia de seguridad del recién asumido presidente Bush se preparaba para una guerra contra Medio Oriente en defensa de ‘los valores de Occidente’, pero lo hacía desde la lógica tradicional: el equipamiento de un ejército regular en representación de un Estado y en un determinado teatro de operaciones. Pero resulta que los atentados demostraron que la agresión puede venir en cualquier momento, en cualquier lugar del planeta y bajo cualquier formato. Y que la lógica militar tradicional, que comienza por la persuasión y sigue por la disuasión antes de acudir a la intervención directa, no sirve para nada porque es el propio agresor el que se inmola. ¿De qué sirve amenazar a alguien que nos dice “yo me muero solo, estoy dispuesto a morir por esto”?. Todo esto en el curso de quince o veinte años. De ese momento surge el concepto de la guerra preventiva, una guerra que, justamente, como la amenaza puede venir desde cualquier lado y momento, no se sabe cuándo comienza ni cuándo termina. Es decir, se trata de un estado de guerra permanente.

Y ya más recientemente, cuatro años atrás, el terrorismo como amenaza principal es remplazado en la agenda de seguridad de los EE.UU. por la guerra informática. Hoy, Julian Assange o Edward Snowden son más peligrosos para los EE.UU. que Saddam Hussein o Bin Laden. ¿Por qué? Porque el dominio del lenguaje, el dominio del sentido, el dominio de la información adquirió un nivel, una dimensión que lo torna mucho más peligroso que el propio ataque terrorista. La forma de un ataque directo proviene de una dimensión distinta que no estaba prevista en aquellas categorías de defensa de la etapa anterior.

Otra cosa que parece increíble: se supone que hoy el capitalismo y el mundo están en crisis. Cuando pregunto en los distintos lugares donde doy clase desde cuándo se considera esa crisis, se me responde, con mayor o menor precisión, que esa crisis comenzó el martes 15 de septiembre de 2008, con la caída de la Consultora Lehman Brothers. Fue la burbuja inmobiliaria que comenzó a estallar en España, luego se trasladó al desplome de la sub-prime en los EE.UU., y así se inició la conocida crisis del capitalismo de estos últimos años.

El mundo está regido globalmente por el capitalismo. China tiene economía de mercado, Vladimir Putin ha puesto de nuevo a Rusia en una disputa por la hegemonía mundial y por los espacios de poder, pero no desde la confrontación con otro sistema económico sino desde el propio sistema económico. Quiere decir que el mundo está gobernado por el capitalismo. Y ese capitalismo ha llevado, entre otras cosas, a que de 7.000 millones de personas que habitan el mundo, 4.500 millones vivan bajo la línea de la pobreza y casi 1.000 millones padezcan hambre. A veces me da cierto pudor hablar de estas cifras, porque en su mayoría son chicos y chicas que, ontológicamente, el día que nacieron eran iguales que mis hijos. Pero nacieron en condiciones de desigualdad, mientras algunos tuvimos la suerte y el privilegio de alimentarlos, vacunarlos, instruirlos, y otros no, entonces padecen hambre.

Pero –y aquí está lo grave, lo profundo- predomina la idea generalizada de que el mundo está en crisis por la caída de un fondo de inversión, no porque hay un niño con hambre. Estamos ante el dominio tergiversado, subvertido del lenguaje y del sentido de las palabras que es lo que pone a los pueblos en situaciones de indefensión, de desprotección muy grande. Se trata de cadenas que replican, que reproducen linealmente las informaciones y las difunden a escala planetaria.

Creo que hay una profunda crisis del modelo de acumulación, del modelo de desarrollo. No hay una crisis financiera; si así fuera sería cuestión de acertar en la fórmula financiera para resolverla. Vivimos en un sistema que ha llevado, según la OXFAM, a que las 85 fortunas personales más grandes del mundo acumulen los mismos recursos que el 50% de ingresos más bajos de la población mundial. Es decir, 85 personas concentran la misma riqueza que otros 3.500 millones de seres humanos. ¿Cómo puede avanzar un sistema así? ¿Cómo se puede salir de esa situación de inmanencia siguiendo las propias reglas que lo llevaron a eso? No se puede.

Y se trata de un sistema que se está cobrando la vida de miles y miles de inmigrantes. No obstante eso, acudimos a tal colonización del lenguaje, que lleva a que algunos se preocupen, debido al discurso del poder, porque estamos aislados de cierta parte del mundo, como por ejemplo de Europa, una Europa que, en su derecho comunitario, sanciona a quienes ayuden a un inmigrante ilegal. La verdad es que yo no quiero estar asociado a esa parte del mundo. Puede ser que otro sí, puede ser polémico lo que digo, pero no quiero. Se ha creado esa idea de los Estados fallidos o villanos, Estados que no cumplen con ciertos estándares de la civilización mundial, que no es otra cosa que la civilización europea y estadounidense. Pero si nos ponemos a pensar en algunos parámetros para definir cuáles deseamos que sean nuestros valores como civilización, veremos que por la cantidad de bombardeos a poblaciones civiles, por la cantidad de cientos de miles de personas inocentes que ni siquiera eran soldados, que murieron a consecuencia de los dos grandes estallidos atómicos por el financiamiento de dictaduras sangrientas –por tomar sólo algunos ejemplos- los Estados Unidos y aquellos países que coparticipan de sus estrategias no son para mí los modelos de civilización. ¿Dónde están los valores civilizatorios y donde están los valores bizarros? Sin embargo, el discurso del poder dice que para pertenecer a la civilización y no a la ‘barbarie’, para no estar ‘aislados’, hay que obedecer determinadas estructuras de poder. Eso debe ser un factor de preocupación muy grande para la política.

De aquí la importancia de la disputa por quién maneja el lenguaje es fundamental para el proceso de descolonización cultural en el cual muchos de nosotros estamos empeñados.

A mediados de los setenta el mundo entró en una fase muy grande de disputa sobre quién se apropiaba –desde la construcción marxista– del excedente económico de la posguerra (la humanidad duplicó la cantidad de bienes y servicios que había producido desde el origen de la cultura hasta ese momento). Esa disputa se llevó a cabo entre dos modelos sobre cómo distribuir aquella riqueza. Uno de ellos mucho más desestructurado, sin una dirección única, proveniente de distintos puntos del planeta como los movimientos descolonizadores de África y Asia, la revolución cubana y los movimientos de liberación de América Latina, la Primavera de Praga y el Mayo francés en Europa, la lucha de los negros y la derrota de los EE.UU. en Vietnam, entre otros. Todos ellos hubieran preferido un mundo más justo, pero en esa disputa triunfó el capital financiero transnacional.

Creo que hoy también estamos en una fase de disputa, en este caso por la abundancia de recursos financieros y la escasez de recursos naturales. ¿Entre quién y quién? Entre un gran conglomerado, muy bien estructurado y organizado, compuesto por el capital financiero, las grandes cadenas mediáticas que organizan su discurso, la fabricación y distribución de armas y la explotación del gas y el petróleo. Del otro lado, los que seguimos creyendo en la voluntad popular. Los tratados de libre comercio y servicios que está negociando el poder financiero trasnacional representa hoy la enajenación absoluta del poder Estatal y de lo público.

A diferencia de otros momentos históricos en que América Latina desempeñaba un rol demasiado periférico y no tomaba cartas en estos temas, hoy ha ganado espacio. Estamos ante lo que se llama un ‘giro descolonial’, es decir, un cuestionamiento a las categorías de la modernidad que nos colonizó culturalmente. Categorías como Edad Media, Moderna y Contemporánea no se corresponden con ninguna otra instancia mundial, ni en América ni en Oriente, que no fuera la realidad europea.

Para ir finalizando, quienes nos hemos formado en esa escuela seguimos defendiendo el concepto de soberanía como una instancia de resistencia a la dominación. Pero sepamos que en un mundo de recursos y territorio escasos estos deben ser compartidos. Pero cuidado, esto no significa enajenarlos sino obligar a compartir también las innovaciones tecnológicas y los recursos financieros que hoy concentran las grandes empresas y laboratorios de modo de ponerlos también al servicio de toda la Humanidad. Eso sí sería globalización.

El interrogante que surge en medio de todo esto es cómo organizar a la sociedad a nivel mundial desde estos nuevos valores. Y cómo combinar esto con las necesidades y la dimensión local que anida en cada ser humano. Es aquí donde yo incubo nuevamente una idea semejante a la de la Polis. La extensión de la Polis llegaba hasta donde hubiera conocimiento entre la autoridad y el gobernado. Había una identificación, una escala humana.

Hay que observar lo que está pasando en las grandes urbes, en términos de contaminación, de inseguridad personal, de penetración del narcotráfico. Hoy, para producir una caloría, hacen falta otras diez. De esas diez, solo tres provienen del proceso estrictamente productivo; todo lo demás es servicios, transporte, logística, empaque, comercialización, etc. Tenemos en esto un exceso de calorías en el mundo, calentamiento global del planeta. Por más que se reduzcan gradualmente las emisiones de carbono, hasta tanto no se modifique la estructura del sistema de acumulación y desarrollo estos problemas no encontrarán su solución.

Entonces, necesitamos nuevas dimensiones urbanas en el mundo que estén a escala humana y que hagan que el sujeto pueda producir lo que consume con mucho más cercanía, con mucha más proximidad, para evitar ese derroche de energía que se dilapida en un mundo que la necesita.

Por último, en el contexto de la guerra informática, las grandes computadoras que manejan los centros de poder son capaces de confeccionar algoritmos predictivos que conocen, controlan y dominan nuestros gustos, nuestras preferencias, nuestros deseos con mucha más precisión que nosotros mismos. Imaginemos si este avance tecnológico quedara a merced de un monopolio del mercado. Eso terminaría de convertir a la humanidad en una mercancía.

Creo que estos son algunos de los grandes desafíos de la política, aunque por momentos parezca que esta debe dedicarse solo a las urgencias. En mi opinión es al revés, mientras la política no se interese por estos grandes horizontes, no dejará de acumular cada vez mayores y peores urgencias. Muchísimas gracias.-

Preguntas, respuestas y conclusiones

Pregunta: respecto de la globalización, la postura de Joseph Stiglitz sobre el neoliberalismo, su uso en el discurso, su impacto en el mundo…

Carlos Raimundi: creo haber entendido que todas las doctrinas buscan el bien para todos y si no lo logran es por haber equivocado su forma de aplicación, pero su objetivo era buscar el bien para todos.

Sin embargo, para mí, no todo es lo mismo. Y aquí se presenta el tema de las ideologías. Es decir, yo no creo que todo el mundo piense lo mismo de la pobreza; yo creo que hay gente quien piensa que la pobreza es un hecho de la naturaleza, que es inexorable, que siempre va a haber ganadores y perdedores, cualquiera sea el sistema por más esfuerzo que hagamos. Yo, en cambio, creo que la pobreza es un hecho político. El mundo podría resolver el tema de la pobreza, inclusive para una población mayor que la que tiene y si no lo ha resuelto es por una mala administración de la política y no por un problema de la naturaleza.

Yo creo que hay gente que está convencida de que si uno se asocia al más poderoso, eso, por derrame, va a ser mejor. Y otros estamos convencidos de que cuanto más autónomo sea el plan de vida para una persona o para una sociedad, va a ser mejor para esa sociedad. Es decir, hay diferencias ideológicas, porque si no, daría la sensación de que era solo un problema de instrumentación. No, yo creo que es que tenemos concepciones muy diferentes. Otro tema similar es la discusión sobre la intervención del Estado, que es tan antigua como la humanidad. No me refiero al Estado moderno, sino al Estado como autoridad pública, como manera de organización del clan, de la familia, del feudalismo, de cualquier sistema económico. La organización de lo público, el grado de intervención de lo público, es un tema que divide aguas. Hay quienes están convencidos de que cuanto menos se regulen las libertades y los talentos individuales es mejor para la felicidad colectiva. Y otros creemos que eso es imposible si no hay una regulación desde lo público. Una vez más, allí hay divisorias de aguas; no es que se implementó bien o mal, mejor o peor. Yo creo que hay determinados sistemas que llevan lisa y llanamente a ampliar la brecha social.

Recuerdo que era muy jovencito, adolescente, cuando leí un artículo donde le preguntaban a dos niños, uno estadounidense y el otro africano, qué era el futuro para ellos. Para el primero era apretar un botón y que salieran juguetes, helados y caramelos. Para el otro era abrir una canilla y que saliera agua potable que no lo hiciera enfermar. Hoy, el estadounidense aprieta cada más botones para que salgan más cosas, y el africano todavía no tiene agua potable.

No es un problema de implementación, es un problema de cuál es el modelo que se aplicó en el mundo. No se trata de un buen modelo mal implementado, yo creo que es un mal modelo. Es lo que yo entendí de la pregunta.

Pregunta: respecto de las contradicciones este–oeste, norte–sur, las ideologías…

Carlos Raimundi: Me remito a otra de las cosas que planteaba Jorge Alemán en estas últimas intervenciones que ha tenido, que es la cuestión del populismo. Cuando nombraste a la socialdemocracia, recordé un artículo que Página12 me publicó hace unas semanas, titulado “El desplome de la socialdemocracia”.

Uno no puede negar que el sistema de instituciones europeas funciona. Es decir, la gente vota, hay parlamento, ahí no hay ‘populismo’. La oposición no se queja de que no tuvo cinco minutos más para discutir en las comisiones del Congreso como acá. Pero, al mismo tiempo, Europa está sumida en una profunda crisis. Es aquí donde vemos la enorme distancia que separa lo que la gente vota y lo que decide la autoridad pública. Podríamos trasladarlo a la Argentina. Aunque suene provocador, yo creo que no tenemos desde 1983 una democracia plena, como suele decirse, sino que tenemos continuidad institucional, que es un aspecto de la democracia. Todas nuestras últimas crisis, en lugar de resolverse por golpes de Estado como se resolvían en otro momento, se resolvieron dentro de la ley y de las instituciones. Pero, mientras en lo procesal esas cuestiones se iban resolviendo dentro de las instituciones, en lo estructural el país caía en el peor de los endeudamientos, en la peor de las pobrezas, en la peor de las desestructuraciones sociales y culturales y en el peor de los desempleos. Mientras tanto, la gente votaba.

¿Votaba desempleo? ¿Votaba crisis? ¿Votaba tener un tipo del FMI en la puerta contigua a la del ministro de economía? No, no se votaba para tener todo eso. Aquí es donde interpreto a Alemán cuando dice “si asociamos populismo con xenofobia, no cuenten conmigo”, pero si quitamos al populismo de ese cliché peyorativo, veremos que para nosotros significa acortar la distancia entre la voluntad popular y la decisión de la autoridad política. No solo no es una mala palabra sino que me siento orgulloso de usarla. De lo contrario, seguiremos prisioneros de todo un sistema de mediaciones institucionales –generalmente cooptado por las oligarquías en el caso de nuestra región- que tergiversa la voluntad popular.

¿Por qué el liberalismo inventó ese sistema? Hay una explicación: somos, en términos de nuestra cultura política, herederos de la república liberal burguesa del siglo XVIII, que suplantó a las monarquías absolutas. ¿De qué debían prevenirse? De que el nuevo régimen, fundado en la voluntad general, no repitiera los abusos de poder de las monarquías. Y así crearon un sistema institucional que se denomina “de frenos y contrapesos”. Pero resulta que el capitalismo evolucionó de tal manera, que lo que amenaza la libertad de los pueblos no es el poder de los Estados, sino el poder financiero. Y cuando desde el Estado, como en nuestra América Latina de estos tiempos, se afectan los intereses de ese poder financiero, pretenden deslegitimar ese sistema.

Hoy vivimos otra etapa, otro momento. Esas instituciones de la modernidad, como sucesora inmediata de las monarquías absolutas, no tienen la misma vigencia como categoría política. Y esto implica que no debe ser para nada peyorativo decir que un sistema tiene que conectar de la manera más directa posible la voluntad popular con la decisión de quien, legítimamente, ejerce el poder de la política. Estamos dando una fuerte batalla en ese sentido.

Finalmente, tres cosas muy cortitas. En su primera intervención, Germán Schwindt habló del inconsciente, pero yo no manejo esos términos con carácter científico sino corriente. Y no sé si el pueblo puede tener inconsciente, no lo sé. Lo que sí sé es que internaliza determinadas cosas, no por intermedio de la razón, ni de la racionalidad, sino por otro lugar. En la Argentina, después del año 1955 hubo bombardeos, prohibiciones, proscripciones, en términos de la superestructura política. Se secuestró durante 16 o 17 años el cuerpo de la persona más amada y luego vino todo lo que conocemos. Pero no se pudo sacar el aguinaldo. Porque había entrado por otro lado; se pagaron todos esos costos, pero no se pudo quitar la conquista.

Otra duda: si hay o no ‘saber popular’. En este sentido recuerdo algo –y perdónenme la herejía nuevamente–. ¿Vieron Uds. esas técnicas nuevas que se desarrollan en distintos lugares del mundo que se llaman TED, que son esas presentaciones innovadoras? Bueno, un día sube un señor al escenario ante miles de personas llevando una vaca. Lo único que hace es preguntar al público cuánto pesa esa vaca y pide que se exprese a través de unas urnas que estaban en el recinto. Ninguna de las personas acertó exactamente, pero el peso real de la vaca coincidió con el promedio de lo que todos y todas habían votado. No sé si existe el saber popular como una categoría en sí misma, simplemente me acuerdo de esa experiencia.

Por último, la cuestión de los símbolos. Determinados procesos históricos de destrucción de algunos avances populares empezaron por destruir símbolos. Podría desarrollarlo, pero me remito a la primera elección que ganó Perón en 1946: venció al candidato de una fuerza política que se llamaba ‘Unión Democrática’. Casi nadie de Uds. debe recordar el nombre de ese candidato formal, pero lo que sí seguramente recuerdan es la consigna “Braden o Perón”, porque era la que marcaba el eje –no la formalidad- de la confrontación. Braden, el Embajador de los EE.UU. era el símbolo del poder. Nada más, muchas gracias.-