1.- Un enigma al revés

En los años cincuenta, cuando se difundió desde los Estados Unidos el paradigma teórico-ideológico de la modernización, Argentina apareció como un enigma. Según la narración que se desprend?a de ese paradigma, los países atravesaban tres grandes etapas históricas, que podían en parte superponerse: primero, la del desarrollo económico (monetización, salarización, industrialización, crecimiento del producto, etc.); casi simultáneamente, la del desarrollo social (urbanización, secularización, alfabetización, nuevos valores, etc.); y, por último, la del desarrollo político (instalación de un régimen constitucional de democracia representativa). Nuestro país contaba ya con niveles muy apreciables de desarrollo económico y de desarrollo social; y, sin embargo, su desembocadura política había sido el populismo peronista y no la democracia representativa (como ocurrió, digamos, en Uruguay o en Chile). Éste era el enigma a despejar y Gino Germani y otros se empeñaron en resolverlo, con varia fortuna.


Medio siglo más tarde (y en tiempos en que las viejas interpretaciones que nos llegaban del Norte han recuperado fuerzas bajo el previsible nombre de teorías de la “neomodernización”), Argentina vuelve a presentarse como un enigma pero ahora al revés. Sucede que, según dicen los papeles, “somos” ya una democracia representativa; sólo que, al mismo tiempo, el país se subdesarrolla activamente en lo económico y en lo social (des-monetización, des-salarización, des-industrialización, des-ocupación, des-nacionalización, des-igualdad, des-protección, des-nutrición, de-crecimiento del producto, etc.).

En una palabra, antes la modernización no nos condujo a la democracia. Y hoy en día la democracia está muy lejos de llevarnos a la modernización. La palabra excepcional, se sabe, tiene dos acepciones: una, designa a lo que se aparta de la norma; la otra, a algo extraordinario o muy bueno. Desde hace mucho tiempo, venimos siendo excepcionales únicamente en el primer sentido. Más allá de que se crea o no en las teorías de la modernización, éste es el gran misterio argentino a descifrar.

2.- ¿Pista falsa?

A esta altura, vale la pena considerar un elemento que, según se lo mire, puede convertirse en un tercer enigma o en la clave para solucionar a los dos restantes. Este otro elemento es el peronismo. Porque, curiosamente, las dos “excepcionalidades” argentinas que dejé anotadas se dieron bajo gobiernos de idéntico signo político. En los años 40′ y 50′ fue el justicialismo de Perón; en los años 90′, el justicialismo de Menem. Por eso cuesta eludir la tentación de considerar al peronismo menos como un componente de los enigmas que como su principal responsable y, en todo caso, una incógnita en sus propios términos.

Pero es una tentación que conviene eludir, siquiera en parte. Primeramente, porque el peronismo original ni estuvo precedido ni tampoco fue reemplazado por un régimen democrático. Esto es que nuestra vieja excepcionalidad no comenzó ni terminó con él. Y luego, porque el último peronismo, a su vez, no sustituyó a un gobierno que estuviese modernizando al país y ha sido relevado por otro que ahonda cada día más nuestra involución. O sea que nuestra nueva excepcionalidad también parece trascender al peronismo.

Seguramente, habrá peronistas que se ofendan ante cualquier intento por vincular en el análisis a Perón y a Menem. Pero hay algo que resulta ya indiscutible: no existió ni existe tal cosa como el verdadero peronismo. Fue siempre un movimiento con múltiples caras, en cuya gran amplitud residieron tanto su fortaleza como su debilidad. Y nadie lo supo mejor que Perón, que alababa la importancia de la organización pero sólo en la medida en que tuviese como eje al verticalismo y se hallara subordinada a su liderazgo, que actuaba como cemento de las diversas fracciones. Por eso el peronismo de Menem puede ser motivo de una lucha interna entre sectores del movimiento pero no de una crítica semántica.

Y bien: Perón estuvo claramente inscripto en la tradición caudillesca de la Argentina y no en la de nuestros frágiles y titubeantes ensayos republicanos. Por otra parte, comenzó su acercamiento al poder en un país donde la Constitución venía sirviendo de pobre disfraz a la dictadura y en una época en la cual existía tan solo un puñado de democracias representativas en el mundo y, más aun, el futuro no parecía pertenecerles precisamente a ellas sino al fascismo o al comunismo. Pero repito que su estilo de hacer política reconocía aquí sobrados antecedentes, por más que sería él quien los llevaría a su culminación al mismo tiempo que los dotaba de contenidos de masa novedosos, en el marco de sus ideas sobre la justicia social, la comunidad organizada y la grandeza nacional. Con lo que la incorporación de los trabajadores a la vida pública, que fue el mayor mérito del peronismo, ni se correspondió con una afirmación de las instituciones y las prácticas republicanas ni supuso un proceso de construcción de ciudadanía en clave individualista y liberal, a la manera de las democracias occidentales. Pero, reitero, esto tampoco sucedía antes del peronismo ni pasó en el par de décadas que vinieron después.

Me gustaría añadir que siempre he pensado de Perón que fue un oportunista con un par de principios bastante firmes; y por eso hubo ciertos parámetros que marcaron su acción por años y que los Montoneros, por ejemplo, nunca supieron entender. En esto consistió justamente una de sus diferencias más notorias con Menem, que no sólo ha sido y es sino que hasta se ha preciado de ser un oportunista sin principios. Es verdad que entre un presidente y el otro mediaron muchos años, muchos horrores y muchos cambios en el país y en el mundo. Insisto, no obstante, que de todas maneras también Menem encarna la continuidad con una de las vertientes históricas del peronismo, la del populismo conservador y provinciano, ése en el cual el caudillo del lugar goza del derecho casi absoluto de fijar la ley y de dispensar castigos y favores y no conoce ataduras morales o ideológicas para acumular todo el poder y la riqueza posibles, en connivencia con sus familiares, amigos y cortesanos.

En este sentido, durante los gobiernos menemistas se produjo un vaciamiento sistemático del muy módico carácter republicano que había adquirido el régimen político desde 1983. La intensidad inusitada de tal fenómeno estuvo sobredeterminada tanto por las propias tradiciones del peronismo a las cuales me referí como por el auge local de un neoliberalismo salvaje, que de hecho redefinió la libertad política exclusivamente en términos de la eliminación de trabas a la libertad de mercado. Es importante tener en cuenta esto último porque permite comprender que hoy continúe y se profundice el proceso de decadencia y de crisis en que se encuentra embarcado el país aunque ya no sea un peronista quien lo esté presidiendo.

Reitero, entonces, que en el peronismo puede encontrarse una parte muy significativa pero de ningún modo toda la explicación de los enigmas que dejé planteados más arriba. Será útil e importante estudiar en algún momento cuál es el peso relativo que se le debe asignar en tal explicación a una serie bastante compleja de causas, tanto nacionales como internacionales. Pero sugiero desde ahora como hipótesis de trabajo que le resultará poco productivo a quien lo haga intentar descubrir responsables únicos de un drama que hace rato que se ha trasmutado en tragedia.

3.- Las alternativas y el factor Primo Levi

¿Cómo se sale de la situación en la que nos encontramos? Obviamente, no se sale si se mantiene la política económica actual, que viene de ser masivamente repudiada en las últimas elecciones legislativas. Parece lógico: en 25 años de dominio neoliberal directo o indirecto, el ingreso real de los argentinos se ha estancado mientras que en los 25 años anteriores había crecido casi un 67%. Claro que, además, ese estancamiento del último cuarto de siglo (transformado ahora en franca depresión) oculta una fenomenal redistribución regresiva de los ingresos y de la riqueza, que más que duplicó el nivel de polarización social y situó a las remuneraciones de los directivos de las grandes empresas que operan en el país entre las más altas del mundo (en promedio, sólo un 20% por debajo de las de los Estados Unidos y muy por encima de las de sus colegas europeos). Mientras tanto, la sociedad se ha ido dualizando y fragmentando al extremo, en medio de la pobreza, el desempleo, la subocupación, la marginación y/o el exterminio de niños y de viejos, la desintegración institucional, etc.

¿Es que, acaso, no hay alternativas? Hoy en día, insinuarlo siquiera se ha vuelto un insulto a la inteligencia. Sin embargo, lo siguen sosteniendo así el gobierno, varios de los grandes grupos económicos y financieros, sus consultores a sueldo y los políticos que temen enemistarse con ellos. Más aun: uno de los empresarios que más ha lucrado (y disfrutado) en estos años acaba de pedirle públicamente al ministro Cavallo que repita su hazaña de 1982 y estatice la deuda privada de las corporaciones. ¿Por qué no si él, como muchos de sus cófrades, se han acostumbrado a que la Argentina es un lugar donde siempre llueve para arriba? ¿Qué tendría de sorprendente que se le hiciera caso si vivimos en uno de los poquísimos países del mundo donde en plena recesión se suben los impuestos y las tarifas, se bajan los salarios y se recortan los más que insuficientes planes sociales?

Por supuesto que las alternativas existen y se conocen, lo cual no equivale a decir que haya soluciones rápidas e indoloras para una economía que se halla tan maltrecha como la nuestra. Tal como señalaba el Dr. Julio Olivera en la presentación del denominado Plan Fénix, la causa principal de nuestros males no hay que buscarla ni en los gastos excesivos del sector público ni en los desequilibrios de las cuentas externas. Éstos resultan, en todo caso, efectos derivados de la falta de producción y de empleo, la cual “nace directa o indirectamente de la insuficiencia en la provisión de bienes públicos, desde la seguridad jurídica hasta la salud, la educación y la paz social”. Por eso, cambiar la situación requiere que se promueva ante todo una redistribución progresiva de la riqueza y del ingreso, generando un aumento de la demanda efectiva que reactive la economía en el menor plazo posible; pero ciertamente exige mucho más que esto.

Vuelvo a subrayarlo. Se sabe ya bastante bien qué es lo que hay que hacer e incluso lo recomiendan con insistencia empinados expertos extranjeros; la cuestión que se vuelve central es determinar quién lo va a hacer. Una redistribución progresiva de la riqueza y del ingreso, por ejemplo, no se realiza por decreto por dos razones que, en rigor, son una: ningún político firmará ese decreto en ausencia de una fuerza social movilizada que se lo exija y se lo imponga.

Y si construir ese quién no es en absoluto una meta irrealizable, conviene ser realistas y darse cuenta de que, en las actuales circunstancias, resulta en verdad una tarea muy difícil. Es cierto que se han venido multiplicando en el país los focos de resistencia, que el Frente Nacional de Lucha contra la Pobreza constituye un esfuerzo extraordinario y que son numerosos los militantes y los sindicalistas abnegados o los escritores y los periodistas valientes. Pero se requiere introducir una nota de cautela y deseo formularla.

Pienso en una observación durísima que dejo escrita Primo Levi y que transcribo: “Es ingenuo, absurdo e históricamente falso creer que un sistema infernal como el Nacional Socialismo santifica a sus víctimas; por el contrario, las degrada y hace que se le parezcan”.

Guardemos toda la debida distancia que se quiera con el fenómeno siniestro de que habla Levi pero no desaprovechemos la lección que surge de sus palabras. La experiencia la confirma suficientemente, como lo muestra el fracaso de las ilusiones que depositó Gorbachov en la perestroika. Han transcurrido aquí demasiados años de arbitrariedades, de corrupción, de nepotismo, de desprecio por la justicia, de mafias a todos los niveles, de inseguridad en el trabajo o en la calle, de sálvese quien pueda, de impunidad y de premios a los pícaros como para imaginar que, de pronto y en medio de una descomposición social semejante, pueden florecer masivamente en la Argentina la solidaridad y los altos ideales. El malestar y la bronca no son lo mismo que la voluntad de cambio y, mucho menos, democrática. Y aunque esta voluntad existe y estoy convencido de que va en aumento, sería ” ingenuo, absurdo e históricamente falso” suponer que los malos ejemplos no cunden y que la miseria, el temor y el sufrimiento no degradan a sus víctimas. Máxime cuando la composición de los sectores populares es tan heterogénea y fragmentada y son tan escasas todavía las instancias de representación genuina capaces de dar forma, de expresar y de unificar sus demandas. Para construir se pueden emplear muchos tipos de materiales. Pero es decisivo no confundirse y saber cómo y con qué se emprende la construcción.

Quizás éste haya sido finalmente uno de los grandes (y más costosos) errores de Marx. Cuando afirmaba que en el vientre de la vieja sociedad se estaba gestando la nueva, no advirtió que era altamente probable que el hijo de una madre muy enferma tampoco fuese muy sano. No es ésta una invitación a la desesperanza sino una advertencia estratégica. Los entusiasmos infundados - ya lo aprendimos - conducen al desastre.

4.- Moralität

Hegel, que criticó con tanta fuerza el subjetivismo individualista de la Moralität kantiana y le opuso a ella la importancia primordial de la Sittlichkeit o “ética objetiva” - propia de la vida pública -, reconocía, sin embargo, que en ciertos períodos históricos la vida pública podía vaciarse a tal punto de espíritu que la Moralität era susceptible de constituirse en algo éticamente superior a ella. El ejemplo que ponía era el de la decadencia del Imperio Romano.

Creo que la Argentina atraviesa desde hace bastante tiempo por un período semejante, de ésos que, al decir de Gramsci, “no hacen época”. Por eso adquieren prestigio tan rápidamente quienes exhiben una conducta intachable (y lo pierden con igual velocidad cuando flaquean). Por eso también las denuncias honestas y arriesgadas de las prácticas corruptas y mafiosas se transformaron en estos años en un valor político de tanta significación.

El problema es no entender este punto cabalmente y, peor aun, confundir los niveles de acción. Le sucedió a Chacho Álvarez, que cimentó su fama a través de una “política testimonial” que, de la noche a la mañana, pasó a desdeñar en nombre de una supuesta “política de poder”. Así le fue; y así le irá probablemente a otros que incurran en errores similares.

No estoy sugiriendo, aclaro, que una política progresista deba agotarse en la prédica moral. Digo, en cambio, que, como siempre, es necesario efectuar ante todo un buen diagnóstico del campo de relaciones de fuerzas y de la trama compleja de elementos que lo estructuran en un momento dado para recién después decidir los pasos tácticos que se adoptarán a fin de aproximarse a los objetivos de libertad y de igualdad que se persiguen.

Y agrego que, a mi juicio, la principal ofensiva de la militancia de izquierda tiene que librarse hoy a nivel de base, en un esforzado y nada sencillo proceso de reconstrucción moral, de elaboración colectiva de alternativas comprensibles de mediano y largo plazo y, desde luego, de organización. En cambio, en el plano de la política parlamentaria, la fase que atravesamos resulta eminentemente defensiva, de afirmación de posiciones y de protección a ultranza de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales de la población. Desde luego que es de la índole de este plano que haga falta definir continuamente acuerdos y alianzas; sólo que éstas deben respetar tanto los principios que se han fijado como los tiempos que se necesitan para instalarlos en una sociedad tan dañada como la nuestra.

De lo contrario, el apresuramiento por ocupar presuntas posiciones de poder genera una consecuencia conocida: o se cede en los principios (la vida pública degrada) o se abandona la lucha (la vida pública expulsa). Pocos testimonios tan penosos - me tocó conocer algunos de cerca - que el de muchos jóvenes militantes progresistas que llegan a puestos oficiales y son absorbidos casi de inmediato por la lógica de un sistema que los convierte en “operadores pragmáticos”, que apelan a la retórica de la astucia para justificar sus ambiciones personales y defender lo indefendible.

Convengamos en que, una de dos, o la presente situación es gravísima o no lo es. Si no lo fuera, se entendería que los políticos llamados progresistas aceptasen ceñirse exclusivamente al juego de la pobre democracia representativa que tenemos, negociando con mayor o menor éxito algunas reformas parciales. Por mi parte, estoy convencido de que la situación es gravísima y exige remedios de fondo, acordes con esta gravedad. Por eso la democracia representativa sigue siendo indispensable pero ya no basta. Y ello no únicamente porque se ha vuelto una democracia de muy baja calidad, que para millones de argentinos no posee legitimidad sustantiva alguna. También porque el deterioro es tan generalizado que reclama con urgencia una gran dosis de inventiva democrática a fin de construir y de articular desde abajo la fuerza social de una nueva ciudadanía. Ello no implica abandonar las luchas sindicales o partidarias sino reconocer que, libradas a sí mismas, no están en condiciones de revertir una situación que, seguramente, empeorará todavía más.

Alguien (creo que fue Ambrose Bierce) dijo que la paciencia es una forma menor de desesperación, disfrazada de virtud. En estos momentos, me parece de todos modos preferible a esa otra forma mayor de desesperación que es la impaciencia por las candidaturas y por los cargos, que termina no llevando a ninguna parte por más seguro que uno se sienta - o lo hagan sentirse - de su poder de convocatoria.

por José Nun
Buenos Aires, 27 de octubre de 2001