No competimos contra un enigma indescifrable, sino contra una construcción profundamente racional

Las sociedades contemporáneas son cada vez menos homogéneas. Sus integrantes responden a intereses diversos, leen la política desde miradas diferentes. De aquí que sus comportamientos electorales no admiten un análisis lineal. Los resultados son consecuencia de múltiples causas.

Por eso es tan difícil que un mismo espacio político obtenga las mayorías de antaño. Hoy, para construir una hegemonía política se requiere un mayor papel articulador que de predominio puro sobre la voluntad popular. Se requiere aglutinar dentro de nuestros grandes valores aquellas miradas diferentes. Valores como la esperanza por sobre las angustias del pasado, la necesidad de la inclusión por sobre la idea de que es inevitable que haya ganadores y perdedores, la solidaridad por sobre el individualismo. Y trasmitir esos valores profundos con las palabras y en las formas más simples conque sea posible. No tiene por qué haber contradicción entre la consistencia de un argumento y la sencillez con que se lo comunique.

Otro factor es que en esta época los comportamientos locales se inscriben en grandes climas sociales y políticos de alcance regional e internacional. En estos momentos, gran parte del mundo se encuadra en una tendencia a la fragmentación más que a la unidad de las instituciones, a resaltar la impotencia de la política para solucionar problemas y a reaccionar contra la concentración del capital y contra la desigualdad que deriva de ello, desde la defensa de posiciones individuales y sectoriales, y no desde la organización de colectivos sociales o políticos más amplios. Crece la tendencia a analizar desde lo particular y no desde lo sistémico, pese a la paradoja de que es precisamente un sistema de acumulación y de representación global el causante de las vicisitudes de las grandes mayorías. 

Muchos acontecimientos políticos sólo se expresan desde lo paradojal, desde lo contradictorio, y no de una lógica lineal como estábamos acostumbrados en otros momentos. Por ejemplo, que el explotado vote en favor de la política del explotador. Que, en términos freudiano-hegelianos, el esclavo repita como propio el “discurso del amo”.

En este marco, los recientes procesos populares de América Latina incluyeron a vastos sectores sociales que estaban marginados, dentro de círculos cada vez más amplios de consumo. En términos de Álvaro García Linera, el ingresar en mayores expectativas de consumo, aleja a los beneficiados de la solidaridad, la épica y la organización colectiva, que son propias de las luchas primarias como el hambre o el empleo. Y los acerca a la denominada lógica “aspiracional”. La permanente instigación al consumismo por parte de las grandes cadenas, expande esa mirada “aspiracional” desde las franjas medias hacia los sectores más humildes. El objetivo es que el excluido comience a sentir que para superar esa situación no debe sumar sus esfuerzos a los de su clase, sino apostar al mérito individual. En vez de actuar de acuerdo con el sector social al que pertenece, hacerlo tomando como referencia a las clases superiores. 

Actuar sobre este fenómeno, formular una agenda para que quienes ascienden socialmente no abdiquen del valor de la solidaridad y reconozcan la importancia que tuvieron las políticas públicas para hacerlo posible, es una de nuestras asignaturas pendientes.

Estamos en presencia de toda una reconfiguración de los esquemas lógicos y éticos con que las mayorías organizan su interpretación de la realidad, según los cuales vale más el escalamiento individual que la organización y la construcción comunitaria. Esto pone en un plano menor a la política como organizadora de lo colectivo. Así como no se la reconoce como responsable de los avances, si no se consiguen los objetivos no será como consecuencia de una mala política, sino debido a la falta de mérito individual. Apartada la relación entre la política y lo universal, se naturaliza la existencia de ganadores y perdedores. Es decir, la desigualdad pasa a ser un hecho natural, y no un resultado de la injusta administración y distribución de los recursos. Desde esta lógica, la política se retira y debe retirarse aún más de su responsabilidad de reparar desigualdades y de intervenir decisivamente en las cuestiones públicas, de respaldar al más débil en una lucha desigual con los grandes poderes, y se reduce a la mera apelación retórica y banal a cuestiones abstractas y asépticas como el diálogo, la alegría, el consenso, el futuro y los equipos. Sin por qué, ni para qué. 

El neoliberalismo de nuestros días se toma de la idea central del liberalismo clásico: la sociedad no es otra cosa que la suma de las individualidades que la conforman, y para que éstas desplieguen sus habilidades, el Estado debe prescindir de todo tipo de implicación. El mensaje implícito, no escrito, es: debilitar a la política para que se la desprecie, despreciarla para que se debilite. Cuando esto ocurre, los poderes fácticos pasan a ejercer su acción con plena libertad de movimientos, se abren las puertas para su relación directa con los individuos, sin mediación de la política, en una relación absolutamente asimétrica, pero con el pleno consentimiento de las víctimas. El esclavo, autolegitimando su situación de máxima vulnerabilidad, acepta ponerse a disposición de su verdugo. 

En el caso argentino, a estas tendencias del presente hay que sumar el marco histórico en el cual se forjaron algunas creencias profundamente arraigadas en el llamado “sentido común” de una parte importante de nuestra sociedad. Se trata de la “historia oficial” escrita a fuego por las élites del centralismo portuario de finales del siglo XIX. Los pensadores más influyentes en esos años, eran portadores de las ideas liberales y de la ética positivista importada del mundo anglosajón, bajo el manto protector de que estaban modernizando el país. 

La literatura dominante asoció la idea de civilización con la cultura europea, con el monopolio de la renta aduanera, con la expoliación de nuestras materias primas, con el freno a la producción local de manufacturas, y al liderazgo de los caudillos provinciales sobre los sectores más humildes lo identificó con la barbarie. Así, es lógico que vastas capas sociales de profesionales, comerciantes y artesanos que descendían del inmigrante y que irían configurando nuestras capas medias, se identificaran con la “civilización”, y no con la “barbarie”.

Ya en la Primera Junta de Gobierno, la disputa de modelos se había saldado en favor de las ideas conservadoras sostenidas por Saavedra, a expensas de las ideas innovadoras de Moreno y Belgrano, debido al prestigio que las tropas de aquel habían ganado en las barriadas porteñas durante la ocupación británica. Abrazadas a esas ideas conservadoras, las familias más pudientes fueron tejiendo sus lazos con la milicia, en una alianza de clase que se consolidó décadas más tarde con las sucesivas campañas contra el indio y el gaucho. Este desplazamiento del pobre y el indefenso, legitimado por el discurso hegemónico oficial, preanunciará el desprecio por los más vulnerables que se anidó en el imaginario de las capas medias del siglo XX. La conquista de un territorio inabarcable para la imaginación de los militares que lo ocupaban despojando a sus pobladores por la fuerza, sentó las bases de una oligarquía terrateniente y rentista por sobre la formación de una cultura productivista e industriosa; una alianza de clases que luego impulsará los golpes de Estado contra los gobiernos populares. 

De este modo se forjó una poderosa creencia –que es algo mucho más profundo que una ideología- según la cual de la prosperidad del campo nacía la prosperidad del país, clara muestra de la hegemonía cultural impuesta por los grupos dominantes. La creencia generalizada en que debemos añorar aquella Argentina “granero del mundo” (hoy “supermercado” del mundo), que ostentaba el séptimo PBI mundial, pero en la que sólo el 7% de su población finalizaba sus estudios básicos. 

A todo esto, San Martín era erigido como Padre de la Patria por el propio Mitre. ¿Cómo lograr que fuera venerado por todos, a ambos lados de la grieta? Porque pese a su ideal de soberanía y de haber apoyado a Rosas en La Vuelta de Obligado, renunció a disputar el poder político interno. Si se disputa poder con “ellos”, se es responsable de la grieta. 

Otra de las creencias profundas es que la prensa debe garantizar imparcialidad, aunque la historia nos muestre a Moreno como fundador de la Gaceta para difundir las ideas revolucionarias, nos muestre la pluma periodística mordazmente política de Alberdi y Sarmiento, y al diario La Nación fundado por Bartolomé Mitre como “tribuna de doctrina”, y no como tribuna de objetividad o de periodismo independiente. O nos muestre la decisiva intervención política del diario Crítica en el derrocamiento de Yrigoyen, y del diario La Prensa contra Perón. 

El poder construyó los pilares del sentido común en defensa de sus intereses de clase (el latifundio como sinónimo del progreso del país, las costumbres europeas como arquetipo cultural, la política como factor contaminante y no como noble lucha contra la injusticia, el desprecio y la criminalización del humilde, su condición de desclasado). La prensa será libre e independiente en cuanto proteja esas creencias, y se la tildará de autoritaria y militante toda vez que las ponga en debate (aunque durante la gestión kirchnerista los unos y los otros trabajaban, y en la actual gestión, supuestamente más democrática y orientada a unir a los argentinos, los que expresan algo diferente del pensamiento único no tienen trabajo). 

Todo aquel movimiento social o político que interpele o contradiga aquellas creencias será denunciado como el bárbaro que ataca los valores de la civilización. Así ocurrió con la chusma yrigoyenista, con las hordas salvajes de descamisados durante el primer peronismo, y con las mujeres humildes del kirchnerismo que se embarazan para recibir una ayuda social, los jóvenes que cobran un subsidio para drogarse o emborracharse y la gente que elige dormir en la calle porque le pagan. 

Las ideas las tenemos, en las creencias estamos”, decía Ortega y Gasset. Contra todas esas creencias tan profundamente enraizadas, que en el presente reciben viento a favor desde el contexto internacional –nada menos que contra todo ese descomunal dispositivo de poder- luchamos los movimientos contra-hegemónicos tanto ahora como en diferentes momentos de la historia, en nuestro país y en toda América Latina. 

Alternancia al interior del modelo o antagonismo entre modelos. Cristina en el centro de la escena. 

Con mecanismos muy sutiles, muy estudiados y muy sofisticados de penetración, el oficialismo logró que calaran hondamente en un sector del electorado consignas tales como “la herencia recibida” y “se robaron todo”. El alto porcentaje de malestar económico que comprobamos en la última campaña no se trasladó linealmente a las urnas. En mayor proporción que en otras ocasiones, esta vez el voto no expresó sólo lo económico. Tuvo un alto porcentaje de componente simbólico de adhesión al macrismo, producto de la prédica periodística por incidir sobre los esquemas de interpretación de la realidad de una gran suma de votantes, en quienes el oficialismo fue muy eficaz para instalar sus postulados. 

No se niega la malaria económica ni se ignora el ajuste en ciernes. Pero, debido a la habilidad, a la persistencia y a los recursos destinados a instalar la consigna de la herencia recibida en ese campo simbólico de análisis del votante, la situación económica no es responsabilidad del actual gobierno, sino que él está haciendo lo imposible por reparar los problemas, y por lo tanto hay que darle tiempo para que pueda demostrarlo. En realidad, si la economía cotidiana y la macroeconomía no evidencian todavía consecuencias peores, es precisamente gracias a las buenas condiciones con que Macri recibió el país de manos de Cristina.

Los resultados también ayudaron a desmitificar algunas aseveraciones fabricadas en las usinas del poder, aunque expresadas, en algunos casos, por la lista que parecía más cercana a un acuerdo con Unidad Ciudadana, es decir, la de Cumplir. Cumplir decía que era necesaria una discusión pública sobre los errores cometidos por el gobierno anterior, porque de lo contrario se perdería la elección. Es sugestivo, cuando no perverso, erigirse en estrategas de la victoria desde un 5% del electorado, y acusar de falta de vocación de triunfo a quien obtiene 7 veces más de votos en las urnas. 

La otra aseveración que cae por su propio peso es que la disputa interna fortalece. “Todos queremos la unidad -decían los candidatos de Cumplir- pero después de una interna”. Más allá de la retórica de que en las internas abiertas es el pueblo el que decide, el poder real incide fuertemente en el clima de interna, y hubiera operado de manera directa para apartar a Cristina de la discusión central con el macrismo. La confrontación interna no garantiza por sí misma la unidad, ni el triunfo ni el crecimiento electoral, como lo demuestran la interna del FpV de la Provincia de Buenos Aires en 2015 y la reciente interna en la Provincia de Santa Fe. El planteo de que la suma de votos de Unidad Ciudadana y de Cumplir hubiera derrotado al macrismo, brinda sólo una mirada aritmética, y omite la mirada política sobre el hecho. 

Contra todo esto nos enfrentamos electoralmente el 22 de octubre. El macrismo es la versión remozada de esos intereses y de esos dispositivos culturales y comunicacionales, con un nivel inédito de planificación y financiamiento interno y externo. Desde esa descomunal estructura de poder, no sólo se fijó el objetivo de garantizar el triunfo del proyecto oficial, sino también de que la alternativa electoral y política del macrismo estuviera representada por ese perfil de dirigentes justicialistas predispuestos a negociar con quien sea, bajo la excusa de que hay que garantizar la “gobernabilidad” o ejercer una “oposición responsable”, con prescindencia del modelo de país al que puedan ser funcionales. 

Sin embargo, el poder fracasó en su propósito de que la polarización se estableciera al interior del modelo neoliberal, entre el macrismo y el justicialismo amigable, que tan bien expresan Massa, Randazzo, Urtubey, Picheto, Bárbaro. La unión entre la coherencia del proyecto nacional y popular encabezado por Cristina Kirchner y los estragos generados en estos casi dos años de gobierno, echó por tierra aquellas intenciones y situó la línea divisoria en la confrontación entre el modelo neoliberal y el proyecto nacional. Ningún dirigente de los que el poder fue moldeando para que desempeñara el papel de partenaire de Macri resultó victorioso en los últimos comicios, de modo que pudiera ser erigido como posible líder opositor. Ese lugar quedó para Cristina, por su perfil claramente antagónico con el modelo de ajuste y por el alto porcentaje de votos obtenidos en la Provincia de Buenos Aires y en otras provincias del país. 

El poder planeaba aislarla, hacerla formar parte del pasado y ubicarla como una expresión ideológica marginal, sin pretensiones de disputar el gobierno. No dio un instante de tregua a través de titulares y editoriales gráficos, comentarios radiales, zócalos televisivos, programas políticos, citaciones judiciales, descripción tan pormenorizada como falsa de supuestas rutas de dinero mal habido, escenografías grandilocuentes sobre detenciones y presuntos delitos de ex funcionarios, alusiones de la prensa internacional. Pero nada hizo mella en la integridad de Cristina ni en la moral de las fuerzas políticas que la apoyamos, sino que esa relación está consolidada y nos permite hoy continuar en el centro del escenario nacional y alimentar la esperanza de volver al gobierno. 

El resultado electoral sitúa a Cristina en el centro de la convocatoria a un gran frente político y social que exprese el modelo alternativo de país, cuya plataforma de lanzamiento es la memoria reciente de las experiencias populares en la Argentina y la región, pero que deberá renovarse y ponerse al día de acuerdo con todo lo acontecido en los últimos tiempos, tanto en el país, como en la región y en el mundo. De lo que se trata no es de repetir la experiencia anterior, sino de construir una renovada esperanza a partir de que nos proponemos mejorarla y profundizarla. El sueño convocante no debe ser un segundo ciclo de gobierno, sino la construcción de un bloque social y político con el poder suficiente para cambiar la hegemonía cultural y económica que nos ha dominado.