Instituto Hannah Arendt. Curso general: Crisis del Estado Nación

Clase de Carlos Raimundi, año 2005

 

Primera Parte

 

Presentación:

 

Buenas tardes a todos.

En primer lugar debemos ponernos de acuerdo en saber de qué hablamos cuando hablamos del Estado, lo que no es sencillo.

Hablamos de un concepto que puede ser abordado desde múltiples dimensiones, tanto históricas como actuales. El título del Seminario es muy significativo; ya desde él se da por supuesta la crisis del Estado nacional tal como lo conocimos durante el siglo XX.

Coincido en que la hay, pero al mismo tiempo me anticipo a decir que es imposible organizar la convivencia social sin Estado, en términos de autoridad pública. Que quizás no tenga las características del Estado tal como lo conocemos desde la colonización española, luego de finalizar la etapa de las monarquías absolutas. Me refiero también al Estado liberal burgués propio del siglo XIX, luego el Estado más basado en el constitucionalismo social del siglo XX.

En definitiva, sabemos qué es lo que está en crisis, pero todavía no está escrito cuál es el modelo que lo remplaza.

 

 

Basándome en los temas que Uds. me dicen han tratado, el primer impacto cuando me aproximé a la teoría de la modernidad liquida y del estado de fluidez, fue la muerte de Ignacio Leucowic, quien era una persona muy importante para la interpretación de ese pensamiento en la Argentina y en América Latina. La ciencia social y política necesitaba que él siguiera pensando sobre la proyección local del planteo de Bauman. Hablo del estado de fluidez, para diferenciarlo del estado de liquidez que puede tener una connotación economicista.

En mi opinión, el estado de fluidez no debe asociarse al “todo vale”. Más bien lo asocio con la necesidad de edificar un nuevo orden, a partir de los niveles de incerteza a los que arribamos una vez concluida la etapa de la modernidad sólida, del paraguas protector con el que generacionalmente la mayoría de los que estamos aquí nos formamos.

Siempre creimos estar protegidos por una serie de paradigmas ordenadores desde la teoría política, la psicología social, el psicoanálisis individual; de alguna manera teníamos parámetros y el estado de fluidez viene a ponerlos en cuestión. Y nos deja enfrentados a un estado de incertidumbre muy grande.

De todos modos, el estado de incertidumbre no puede ser permanente. Es, más bien, un período en que debemos poder reelaborar la agenda y poder re-escribir nuevas certidumbres. De lo contrario, creo honestamente que no se podría vivir. Seamos concientes del torbellino, pero debemos buscar un lugar del cual tomarnos.

En la etapa de la confrontación entre los dos grandes bloques, durante el siglo XX, la pertenencia a uno de ellos constituía una certeza: buena, mala, se lo puede analizar desde distintas perspectivas y juicios de valor, pero se trataba de una certidumbre. La estructura del poder mundial durante la segunda mitad del siglo XX fue muy sólida, y se puso en crisis a partir de —precisamente— la “crisis del petróleo”—.

A partir de la culminación de la segunda guerra mundial en 1945 se estructura la última etapa del Estado-nación, que vive su esplendor hasta los años setenta en que tiene lugar la crisis del petróleo y que concluye simbólicamente con la caída del muro de Berlin y la desintegración de la ex Unión Soviética. Pero ocurre que, antes de que se pueda escribir el orden y el sujeto de poder de la post-guerra fría, tiene lugar el 11 de septiembre. Es así que, como señala Eric Hobsbawn, tenemos un siglo XIX “largo” (1789-1914) y un siglo XX “corto” (1914-1989).

La configuración definitiva del Estado moderno surge con la independencia estadounidense y la Revolución Francesa, y consolida el poder de la burguesía como formación social dominante. El poder ascendente de la burguesía demanda una determinada organización política que es, justamente, el Estado liberal. A principios del siglo XX aparecen los derivados de la segunda revolución industrial, la urbanización y la constitución del proletariado industrial, que motivan el despliegue de las distintas vertientes de socialismo: utópico, cristiano y científico.

La crisis de entre-guerras nos pone en presencia del Estado keynesiano, y 1945 marca el fin de la guerra armada y el nacimiento de la guerra fría, esa que nunca termina de concretarse no por falta de armamentos sino todo lo contrario: por exceso de armamentos. Es decir, había tal aceleración del proceso de acumulación de arsenales nucleares que el ataque al enemigo significaría, al mismo tiempo, la autodestrucción, y es eso lo que detiene la concreción de la guerra. El momento culminante es la crisis de los misiles de Cuba, en 1962 (que para el gran público se puede ver es la película que protagoniza Kevin Costner, “13 días”, muy interesante para mostrarnos el clima de la época, así como los documentales “Conversaciones con McNamara” y “Fog of War”).

 

 

El bloque, el Estado y el partido político: tres paradigmas de certidumbre

 

La existencia de los grandes bloques otorgaba a cada actor dentro del sistema de poder mundial un lugar determinado. Terminada la segunda guerra nace la Organización de Naciones Unidas (ONU) y simultáneamente se firman los acuerdos de Breton Woods, que dan surgimiento a las dos grandes instituciones financieras multilaterales que son el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. Y posteriormente aparece el GATT (General Agreement on Tariffs and Trade), como antecedente de lo que hoy es la Organización Mundial del Comercio (OMC). 

Los EE.UU. desempeñaban un rol. La URSS, por su parte, estructuró a los países dentro de lo que se llamó su “órbita de influencia” en todo el mundo, pero con centro en Europa oriental. Existe un debate muy interesante durante la segunda guerra mundial entre la visión política y la visión militar de la aparición de los EE.UU. en el escenario bélico de Europa. Un debate entre Churchill y Eisenhower, el primero abogado devenido en militar por imperio de las circunstancias, el segundo militar de carrera que luego de la guerra es elegido dos veces presidente de los EE.UU., sobre cuál debía ser el lugar más apropiado para el desembarco de las tropas estadounidenses en Europa, que finalmente se produjo en Normandía, al norte de Francia. La posición de Eisenhower es la visión de un militar aplicada a la política y la visión de Churchill es la visión de un político aplicada a la guerra. Churchill sostenía que cuanto más hacia el este de Europa se produjera el desembarco, eso marcaría el límite de la penetración del comunismo en el viejo continente, y la mayor parte del territorio europeo quedaría bajo la influencia de los aliados capitalistas. Tenía razón, pero primó el criterio militar por una cuestión de costos, de oportunidad. Y el comunismo ocupó la mitad de Europa. El Reino Unido, potencia de ultramar cuyos colonos ocuparon y desarrollaron lo que hoy son los EE.UU. debieron subordinarse a la estrategia de este último país. Ya no eran los británicos quienes fijaban la estrategia del sistema de poder occidental como lo habían hecho durante los tres siglos anteriores. El Reino Unido se convierte en el enclave de los EE.UU. en Europa, lo hizo Churchill y luego los gobiernos laboristas continuaron esa política, en oposición a la postura más eurocéntrica de De Gaulle.

Luego llegan los dólares del Plan Marshall. La primera elección que hay en Francia una vez acabada la guerra, es una elección legislativa en la que el comunismo francés obtiene casi 29% de los votos. Es decir, amenazaba con convertirse en un partido de masas, en un partido con fuerza electoral. Es decir, en un partido con fuerza para disputar el gobierno de un país fundamental para Europa. Luego sucedió con más fuerza con el Partido Comunista italiano, el PC más desarrollado electoralmente de todo el bloque occidental durante 50 años. Ante lo que consideraban el riesgo principal, los aliados del bloque occidental acuerdan una ley no escrita: “el comunismo nunca gobernará en Europa Occidental”. Y para lograrlo sus líderes deben encontrar una salida política. Esa salida es la integración europea y la ayuda financiera del Plan Marshall a su desarrollo.

Por el contrario, cuando los EE.UU. se proponen en los años 70 que “el comunismo nunca gobernará América Latina”, echan mano a la estrategia inversa. Es decir, en lugar de ingreso de dólares y salida política, sustracción de recursos y fuerte represión militar. En el primer caso, el de Europa, inteligencia, racionalidad y dólares, en el otro Doctrina de la Seguridad Nacional. No obstante, sigo pensando que pese a estas diferencias estructurales (hasta me animo a decir que tales diferencias son la “consecuencia de”), la diferencia mayor es la presencia o no de estadistas. En Europa estaban Churchill, De Gaulle, Adenauer, De Gásperi, Schuman, Monet. En América Latina estuvieron Collor de Melo, Salinas de Gortari, Lacalle, Menem, Duhalde, De la Rúa. Es muy difícil equiparar en términos de pensamiento estratégico, y lo digo seriamente, no para plantear una discusión de conventillo político. La configuración de un escenario regional propicio dentro del sistema de poder mundial está dada por la visión estratégica de los estadistas que lo lleven adelante.

La prueba de la consigna “el comunismo nunca gobernará en Europa”, fue que, pese a su condición de partido de masas y de gobernar regiones y municipios, el comunismo nunca gobernó Italia. No en vano en ese país comenzaron a emerger los conflictos profundos y los niveles aterradores de corrupción política de los sucesivos gobiernos demo-cristianos —con alianzas inclusive con el Partido Socialista, como fue la gestión de Bettino Craxi— recién después de la caída del Muro. Es recién entonces cuando estalla la coalición anticomunista que había gobernado Italia desde el año 45 en adelante, en cumplimiento de aquella regla no escrita.

El alineamiento a uno de los bloques constituía un paraguas protector. Inclusive duando en 1955 el Pandit Nehru de la India, el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser y el Mariscal Tito de Yugoslavia fundan en Bandún el Movimiento de Países No Alineados, se trataba del no alineamiento respecto de los bloques en cuestión. Se renegaba de un sistema establecido, pero a su vez se lo reconocía, el sistema de poder era sólido, no fluido. Es como ser ateo: en general, las personas comunes (no así los filósofos o pensadores) somos ateas respecto de alguna religión, en general es de nuestra religión madre de la que renegamos. Pero está ahí, concreta, no difusa. Así y todo, volviendo a “No Alineados”, no se trataba de un no-alineamiento homogéneo: no eran similares los casos de la India y Cuba, por tomar dos ejemplos, o el de Brasil con un proyecto nacional estratégico trazado por Itamaraty que trascendió gobiernos civiles y militares, que el de Argentina cuya dictadura respondió al plan de Kissinger, pero luego acudió a Cuba para obtener respaldo a la ocupación de Malvinas.

Este esquema de la bi-polaridad cae no sólo con motivo de la globalización, sino básicamente porque era frágil, respondía sólo a los intereses de las super-potencias, pero no a los de sus actores subalternos. Lo que se definía en abstracto como “democracia occidental”, incluía regímenes capitalistas tan diversos como los de Suecia y Bolivia, por poner un ejemplo.

Por otra parte, desde la década del 80 en adelante tenemos en América Latina gobiernos elegidos, pero no democráticos. La facultad fáctica de votar no implica por sí misma la capacidad decisoria, la libertad de discernimiento ciudadano implicado en el voto como rasgo sustantivo de ciudadanía, no simplemente procesal.  

A pesar de todo, finalmente, Occidente representaba un paradigma ordenador. Otro era el Estado-nación. El Estado es, en esta etapa, un signo de solidez, de la “solidez” de la modernidad.

En nuestro país, para hablar de algo muy concreto, el Estado tenía una significación también muchas veces no escrita pero que definía la ciudadanía. Uno podía ser conservador o radical en el 30; peronista o antiperonista en el 50; partidario o no de un gobierno militar hasta los años 60 —miren hasta dónde llego (y no me refiero a la última dictadura)— uno podía ser cualquiera de estas cosas, pero lo que no podía dejar de tener era un sistema de instrucción pública que era líder en América Latina; lo que no dejaba de tener era trabajo estable y bien remunerado. Obviamente con puja distributiva, pero había puja distributiva porque había ingresos para distribuir.

El “Cordobazo”, por poner un emergente de época, lo llevan a cabo movilizaciones obreras y estudiantiles que desde lo estudiantil gozaban de un nivel de excelencia en la Universidad pública que hoy sería envidiado hasta por el mejor estudiante de este momento, y desde el universo asalariado por una masa de trabajadores absolutamente sindicalizados, con salario en blanco y todos los atributos de la seguridad social.

Aún con todas las contradicciones de esa etapa, existía una suerte de “paraguas protector” de la argentinidad; el Estado garantizaba componentes básicos de ciudadanía como la educación pública y el trabajo estable, y además administraba el comercio exterior, los servicios públicos, en fin, tenía capacidad de negociación con los mercados, de la que se fue desprendiendo progresivamente.

En suma, la pertenencia a uno de los bloques internacionales era un paraguas protector, un factor de certidumbre. El Estado también lo era, y el sistema de partidos políticos también lo era. En aquellos tiempos, a uno le podía gustar más un candidato u otro, pero era el candidato del partido, y no se podía traicionar al partido votando a otro candidato. Nuestra sociedad llegó incluso a fracturarse por la pertenencia o la adscripción a los partidos.

Este tema de los partidos se da en buena parte de América Latina con connotaciones distintas. En Venezuela, por ejemplo, el componente ideológico juega un gran papel hasta el final del segundo período de Carlos Andrés Pérez como presidente. Me refiero a la presencia de un partido cristiano fuerte y una socialdemocracia fuerte. Hasta que Rafael Caldera, firmante del Pacto del Punto Fijo y ex presidente, llega por segunda vez a la presidencia por un partido nuevo y distinto de los dos grandes partidos tradicionales en crisis. Y luego, de esa gran ilegitimidad en que había caído el sistema de partidos, emerge Chávez.

Otro país donde hay partidos ideológicos es Chile. Una derecha fuerte, una democracia cristiana fuerte y una izquierda fuerte. No sucede lo mismo en Brasil.

En Uruguay, por ejemplo, los partidos tradicionales no surgen de su alineamiento con corrientes ideológicas internacionales sino de sendos movimientos de raíz nacional y popular, hasta ser desplazados últimamente por el Frente Amplio.

En nuestro país, los dos grandes partidos tradicionales también nacen de grandes pasiones populares, no de las internacionales ideológicas ni de diferencias abismales en lo programático.

Desde luego, ustedes podrán decir que uno de ellos nació desde el llano, a través de un movimiento revolucionario de base, y el otro surgió del poder estatal, y tal vez eso marque diferencias profundas, estamos de acuerdo. Pero en términos de programa no estamos ante la distancia ideológica que existe entre la socialdemocracia alemana y el social cristianismo. Se trata de sendos movimientos nacionales, uno de los cuales se propuso construir la ciudadanía social desde el respeto a las instituciones republicanas, el radicalismo, y el otro entendió la democracia exclusivamente desde la regla de una mayoría que accedió a la justicia social. Aunque desde los años 80, más precisamente desde que en 1983 pierde por primera vez una elección, el PJ se conmueve por esa derrota y se reacomoda adoptando el sistema de elecciones internas, pasando del verticalismo originario al sistema de internas.

Ahora bien, cuando los partidos traicionan su patrón fundacional, ese paradigma cultural alrededor del cual sentaron su compromiso con el pueblo, y el primero defrauda el ideal republicano y el otro la distribución del ingreso y la construcción de ciudadanía social, después de eso se puede ganar una elección, se pueden hacer acuerdos, se puede administrar durante un período más o un período menos, pero hay agotamiento histórico. Esos partidos políticos dejan de ser el paraguas protector que convivió con el esplendor del estado benefactor y con el sistema de poder internacional que describimos anteriormente.  

 

 

Estado y nación

 

Bueno, detengámonos por un instante más sobre la pregunta inicial: ¿de qué hablamos cuando hablamos del Estado? Nos referimos a un concepto eminentemente jurídico, jurídico y político. A diferencia de la nación —supongo que esto lo han visto con Fernanda Gil Lozano—que es una construcción de origen cultural, sociológico, en algunos casos incorporada a los límites políticos del Estado, pero no siempre. Aquello que se nos enseñaba desde una simplificación extrema: “el Estado es la nación jurídicamente organizada”, no necesariamente es así. En algunos casos, la nacionalidad puede coincidir con la organización jurídica estatal, en otros casos existen naciones sin Estado y en otros estamos en presencia de Estados plurinacionales. Como la Yugoslavia de Tito, que albergaba a serbios, croatas, macedonios, bosnios, montenegrinos. O el caso de Checoslovaquia, que es una “necesidad” jurídica de la primera post-guerra. Siguiendo el criterio inverso, pero también diferenciando Estado y Nación, luego de la primera guerra mundial se desmembra el imperio austro-húngaro.

Ahora, lo que sí es verdad es que los Estados tienen componentes muy fuertes de la Nación, como la lengua, la religión, la historia, la unidad geográfica y, finalmente, la creencia en el destino común. Pero no es lineal. Eric Hobsbawm, en un libro muy interesante que se titula “Naciones y nacionalismos desde 1780”, advierte que no necesariamente la lengua madre es un componente estructural del Estado, como asimismo la religión. En algunos casos lo ha sido, y en otros no. No obstante, una cosa es admitir que no necesariamente la unidad lingüística o religiosa define por sí misma al Estado, y muy otra sería negar que tanto el lenguaje como la religión poseen una incidencia muy pronunciada en la composición del Estado.

Lo que sí me animo a afirmar es que pese a faltar la unidad lingüística o religiosa, la unidad de destino sí da gran sentido a la Nación, y de allí al Estado nacional. La sensación compartida de que hay un camino común para llegar a un objetivo compartido. Hasta que cuestiones muy fuertes de poder logran desintegrar esa unidad, como por sucedió por caso con la separación de la “Gran Colombia” en tres estados (Colombia, Venezuela y Ecuador) o con los pseudo-estados soberanos que ocupan el istmo de América Central. No hay razones lingüísticas ni religiosas ni históricas suficientes para justificar que esos seis países provengan de seis diferentes “naciones” o “nacionalidades”. Se imaginarán que tampoco podemos hablar de “naciones” convertidas en Estados, cuando nos referimos a países como Luxemburgo, Liechtenstein o San Marino. Y tenemos casos de comunidades que se escinden de una comunidad nacional mayor como el caso de Singapur respecto de Malasia, y que a partir de un rasante desarrollo económico fortalecen sus rasgos comunitarios.

En definitiva, existen estados muy pequeños que juegan un rol estratégico y refuerzan su sentimiento nacional, como Singapur, y otros que juegan igualmente un rol estratégico como Panamá, pero que han entregado su soberanía. Adonde quiero llegar es que al hablar de Estados nacionales modernos nos estamos refiriendo a múltiples situaciones, y muy diversas entre sí.

Al mismo tiempo, tenemos sobrados ejemplos de Estados creados a partir de cuestiones religiosas como Israel, luego el proceso de Palestina, o en su momento el Estado de Pakistán, que se separa de la India por su condición mayoritariamente islámica. Y en sentido contrario, comunidades de origen religioso muy diverso se mantienen dentro de un mismo Estado por razones geopolíticas propias o externas, como es el caso de la coexistencia de kurdos, sunnitas y chiítas en Irak.

La segunda post-guerra juega un rol de bisagra en cuanto a la organización del poder mundial, hay un antes y un después. El acta fundacional de las Naciones Unidas está firmada por 51 Estados independientes, que eran prácticamente todos los existentes por esa época. En la actualidad estamos lindando los 200. Esto indica que en el lapso de cincuenta años se ha cuadruplicado el número de estados considerados “soberanos”, al menos en términos jurídico-formales.

Permítanme concluir esta primera parte con el siguiente concepto, para luego abrir el diálogo. Los años 50, 60 y 70 representan un período de fuertes luchas por la descolonización y la aparición de los denominados movimientos de liberación nacional en Asia y en África, contra los protectorados ejercidos por las potencias coloniales y las oligarquías internas. Los primeros hitos de este proceso los constituyen la fundación del Estado de Israel, la independencia de la India y la instauración del sistema comunista en China continental, relegando al antiguo régimen de Chiang Kai-shek a la isla de Formosa, hoy Taiwan (aunque, fíjense, Naciones Unidas no reconoce a la China de Mao Tsé-tung hasta 1972).

El proceso de descolonización muestra dos cosas: desde el punto de vista político, la confrontación este-oeste, era la confrontación entre el mantenimiento de los protectorados y los movimientos de liberación nacional. Y desde el punto de vista cultural una ola de grandes movimiento políticos que luchan por la independencia, poniendo de relieve factores ideológicos y no sólo económicos o financieros, que en muchos casos adquieren una adhesión popular superior que las cuestiones económicas o financieras. Es decir, el mundo luchando por algunos ideales de emancipación y no únicamente por objetivos materiales inmediatos. Sobre esto voy a volver.

En nuestros días, el mundo islámico —bastante superior al llamado “mundo árabe”, nótese que Indonesia, por ejemplo, es el país musulmán de mayor población del mundo y no es árabe— el Islam, decía, es el que pone en cuestión la hegemonía cultural de occidente. África pone en cuestión la hegemonía de occidente en cuanto a los riesgos sanitarios e inmigratorios, y China la pone en cuestión desde lo comercial y lo económico. Esta hegemonía de occidente en términos de valores, significa que todo, prácticamente sin excepción, tiene que ver con el dinero, con objetivos estrictamente individuales —no colectivos— y materiales por excelencia. Concluyó la etapa de las convicciones. Estamos en crisis civilizatoria de las vocaciones, de los ideales, de los objetivos que no tengan que ver exclusivamente con el dinero o con lo material. Este es el terreno que pretendo comparar con las décadas de los 50 y los 60, hasta entrados los años 70, cuando lo que estaba en juego tenía que ver con las convicciones, con las ideas, con un plano ético, de involucramiento en el destino colectivo, en la lucha por la igualdad, por la distribución, por el protagonismo, en fin, por el poder. No estaba en juego únicamente la ingeniería financiera, sino que tenía centralidad el planteo ético-ideológico.

Que dentro de ese marco ético-ideológico no todas las opiniones fueran similares, es lógico, no es esa la cuestión. La cuestión es reconocer un modelo de época donde todavía los ideales guardan algún valor. La cultura de lo exclusivamente material se acentúa a partir de la crisis del petróleo.

- Hay una pregunta sobre Medio Oriente.

Respuesta y final de la Primera Parte de la clase: Irán —o Persia hasta el momento de la rebelión contra el Sha Mohamed Reza Pavlevi en 1979— era el Estado con mayores reservas de petróleo. Luego llegarán los yacimientos de Arabia Saudita y de los Emiratos Árabes, pero hasta esos momentos era Irán. Y es así que en 1979, el Ayatollah Jomeini funda la república fundamentalista árabe islámica de Irán, y se constituye en la principal amenaza contra occidente. Por ello, cuando en 1980 estalla la guerra entre Irán e Irak, los EE.UU. apoyan a éste último país y fortalecen la figura de Saddam Hussein. En Medio Oriente, ya estaba dominada la revolución de Khaddafi en Libia y se había logrado cierta paz entre Egipto e Israel con los acuerdos de Camp David en 1978, por ello el objetivo de los EE.UU. pasaba a ser en adelante sofocar la revolución islámica de Jomeini. Y también en 1979 los mismos EE.UU. ayudan a la ocupación talibán en Afganistán, a fin de debilitar el gobierno de ese país, de fuertes lazos con Moscú.

Saddam Hussein y Ben Laden son, pues, liderazgos promovidos por los propios EE.UU. Saddam Hussein les permitía dos cosas: por una parte, confrontar con Irán; por otra parte, al exacerbar a la competencia geopolítica con Irán, Saddam Hussein se encuentra en condiciones de controlar a los kurdos que ocupan el norte de su país, y a la mayoría shíita en todo el territorio.

Cuando Saddam prevalece en su guerra con Irán, entre 1980 y 1988, se envalentona y plantea algo así como: “ahora el líder de la región soy yo”. A principios de agosto de 1990, invade Kuwait y desata la primera guerra del golfo. Bush padre lo vence en 1991 (“Tormenta del Desierto”), pero no lo derroca. Le alcanza con vencerlo para disminuir ostensiblemente su condición de líder islámico regional como representante del partido Ba’ath, pero al mismo tiempo lo necesita para mantener la integridad territorial de Irak y no desestabilizar aún más la región.

 

Segunda Parte:  

 

Elementos esenciales del Estado moderno

 

El concepto de Estado moderno supone la existencia de tres elementos esenciales: la población que habita en un determinado territorio y que se interrelaciona para construir un orden colectivo partir de un sistema de poder o autoridad pública. Esa autoridad pública tiene que estar unificada y tiene que ostentar el monopolio legítimo de la fuerza, lo que no necesariamente tiene que estar asociado con violencia física. El tener autoridad para garantizar el cumplimiento de una sentencia judicial o de una resolución administrativa es una manera de ejercer la fuerza propia de la autoridad pública que la población, en un determinado territorio, reconoce como legítima.

Ese sistema único de poder, en un estado unitario implica una sola autoridad nacional para todo el territorio; en un estado federal implica la coexistencia de distintos niveles de autoridad, pero ambos remiten al principio de unidad, y de él vamos al concepto de soberanía. El otro elemento esencial del Estado moderno es la soberanía. Y la soberanía tiene dos caras; una cara externa: no hay ninguna autoridad que sea superior a la soberanía estatal; y al mismo tiempo un concepto interno: hacia adentro no hay nadie que tenga más autoridad que la autoridad estatal. Esto es lo que dice la teoría política. Aunque en realidad, con sólo mencionar que la cadena internacional Wall-Mart tiene tres veces el presupuesto de Chile, veremos que en esta etapa del mundo es muy difícil ejercer soberanía política con tal desbalance de poder a favor de los grupos económicos.

Entre otras cosas, por esto se termina de deslegitimar el Estado nacional. Porque se pierde el elemento central que es la soberanía, esa capacidad estatal de ejercer poder con autonomía de otros poderes. Y desde el momento que empiezan a aparecer, se desarrollan y se consolidan otros poderes, en un determinado momento cuestionan al Estado, después se ponen al mismo nivel y por último lo sobrepasan. El Estado comienza a perder legitimidad desde que deja de garantizar prerrequisitos de ciudadanía como la educación pública o la seguridad social, contratos básicos de ciudadanía. Otro de ellos es el régimen tributario. El ciudadano está obligado a pagar impuestos y la autoridad estatal está obligada a devolver esos impuestos en forma de buenos servicios. Otro contrato básico de ciudadanía, con garantía estatal, es el contrato financiero, esto quiere decir: “yo reconozco determinada entidad financiera, si Ud. deposita su plata allí, es suya y nadie se la va a robar” (risas).

Otro contrato de legitimación de ciudadanía con garantía estatal, el contrato de la previsión social: “mire, Ud. trabaje, y con el porcentaje del salario que Ud. aporte al sistema provisional, asegura dos cosas: que su padre, que ya trabajó, pueda tener una vejez digna, y al mismo tiempo las generaciones posteriores trabajarán y aportarán para sostener una vejez digna para Ud.”

         Desde el momento en que se quiebran estos tres contratos estructurantes de la ciudadanía social con garantía estatal —el tributario, el financiero y el provisional— se quiebra la legitimidad del Estado por más que tengamos elecciones, tengamos que votar presidente, legisladores, intendentes y todo eso.

Ahora bien, el hecho de que estos contratos fueran violados, el hecho de reconocer la crisis de legitimidad social de la política y del Estado, no implica que tenga que desaparecer la necesidad de construir o re-construir la autoridad pública. Es más, el derrumbe de aquellos “paraguas” protectores que enumeramos en la Primera Parte, nos coloca ante la oportunidad histórica de diseñar nuevos patrones organizadores del orden social. De construir un nuevo sujeto democrático, a partir de una subjetividad mayor aún, más sólida aún que la anterior, desde el momento en que ya no tenemos mallas de protección de nos solucionaban las cosas desde “arriba”, y no desde “adentro” de los propios sujetos.

Tenemos, por un lado, el abstracto de la ideología, el bloque de pertenencia, el Estado protector o el partido político que lo definía todo por sí mismo, como fuentes de contención del sujeto, y por lo tanto justificativos también de su debilidad. En su remplazo, el mercado, como exacerbación del individualismo, y al mismo tiempo de la incertidumbre, de la sensación de crisis y desamparo permanente. Mi tesis es que, entre ambos extremos —el del colectivismo y el individualismo— de lo que se trata es de fortalecer la relación entre sujetos, la intersubjetividad. Sujetos que se contienen a sí mismos, pero que no pueden dejar de atender solidariamente los derechos fundamentales de los demás sujetos que conforman la comunidad en que viven y conviven. Este reconocimiento de subjetividad, de ciudadanía, es el que marcará los confines, los alcances y los contenidos de esta nueva autoridad pública, de esta nueva comunidad estatal, de alguna manera, una nueva “polis”, cuya extensión estará dada por su capacidad de reconocimiento, su capacidad de garantizar ciudadanía. Implica reconocimiento de la individualidad, y al mismo tiempo implica la relación colectiva (y solidaria).

La nueva autoridad pública no es el Estado–nación que sustituyó al absolutismo, ni el Estado Westfaliano, ni el Estado benefactor tal como lo conocimos. Se trata de una nueva combinación de sus elementos básicos, población, territorio y autoridad, desde una perspectiva que tiene puntos de contacto con el concepto de “polis” o “ciudad-estado”. Lo que no quiere decir, obviamente, que debamos retrotraernos al siglo V a.c.

La ciudad-estado llegaba hasta donde llegaba la autoridad estatal. Ahora, si la autoridad estatal, no garantiza educación, salud, oportunidades, no habrá comunidad estatal. En tal caso, el sujeto excluido debe luchar por el reconocimiento. Y ése es el desafío de la construcción del orden comunitario que remplace al orden estatal colapsado.

 

Preguntas y comentarios

 

 

-          Cuando hablaste de que la Europa de los años 50 tuvo un De Gaulle, un Churchill, un poco la acotación era que ellos tampoco tuvieron un Martínez de Hoz, un Cavallo.

-          Dada la expansión de las grandes multinacionales, además de crear desde cada sujeto y desde la intersubjetividad, también habrá que hablar de una ciudadanía que traspase las fronteras nacionales. En nuestro caso, una ciudadanía sudamericana.

-          El espacio dejado por la desaparición de los Estados-nación, está siendo ocupado por otras fuentes de poder como son las ambiciones del mundo financiero, del mundo corporativo. Hoy pareciera que estas nuevas naciones las va a manejar Bill Gates desde Microsoft. Es quien va a intermediar entre lo capital y trabajo, que es una de las funciones básicas de los estados.

-          Hay que ser cuidadosos en el análisis de estas propuestas como la de Bauman sobre “la modernidad líquida”. Él es sociólogo y aplica un concepto de la física. No es que los líquidos no tengan forma, sino que adoptan la forma del recipiente que los contiene. Las personas no somos líquidos ni gaseosos, somos personas, y tenemos derecho a la dignidad más allá de que le mundo sea o deje de ser bipolar. Creo que tenemos que analizar esto con cuidado, para no terminar siendo funcionales a algo que no tiene que ver con el hombre y sí tiene que ver con los intereses multinacionales y con todas esas otras cosas que aquí se han dicho. Una discusión verdadera es la que plantea el francés (canadiense) Michel Albert, entre el capitalismo anglosajón y el capitalismo renano o japonés. La Declaración Universal de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de Naciones Unidas sigue teniendo sentido, el hombre sigue siendo el centro y el foco de todas las cuestiones. La economía está subordinada a la política, la política busca el bien común y todo está al servicio de la persona humana. El hombre sigue siendo el centro de todas las cosas o, como plantea Bauman, en la modernidad líquida ya no importa la moral, no importa la madre, no importa la familia, lo único que importa es ganar dinero. Este es el fondo de la cuestión. Y esto se ve con toda claridad hoy, por ejemplo, en el tema del petróleo. Hasta que se produjo la crisis en el precio del petróleo que planteó Carlos, “el mundo era sólido”: el precio del barril lo fijaba la oferta y la demanda, como manda la teoría económica clásica; los barriles eran barriles físicos. A partir de ese momento aparecen los “mercados a futuro”, es decir, los precios se fijan en el mercado financiero, el mercado futuro. Y hoy, estos mercados virtuales mueven capitales por volumen diez, veinte o cien veces superior que el mercado físico. ¿Cuál es la consecuencia? El desborde artificial de los precios como forma de financiar el déficit de los EE.UU. y sus aventuras bélicas, por parte de toda la comunidad.

 

 

Yo tomé a Bauman como un eje temático provocativo. De todas maneras, para ser justos, creo que el enfrentamiento con este concepto causa un impacto inicial y después decanta. Por eso hoy no soy tan crítico como era el día que lo leí, porque el Bauman describe la situación, y al mismo tiempo toma partido, asume una posición al describir el fenómeno de la fluidez. Le pone un formato, una nueva estética, pero también se pronuncia a favor de la dignidad del hombre.

 

-          Correcto, una cosa es la metáfora que utiliza Bauman para decir: las instituciones políticas o las que fueren eran sólidas, y otra cosa es interpretar que está a favor de la fluidificación de todo lo que sea sólido. 

 

Inclusive en sus obras siguientes confirma su cuestionamiento a los postulados de la modernidad líquida.

Hace poquito leí un libro de Günter-Grass, que se llama “Mi siglo”. Son cien capítulos muy cortos, de dos a cuatro carillas cada uno, cada uno representa un año del siglo XX, visto desde un alemán en Alemania. Para mí, lo más impactante es el proceso de recuperación desde la penuria del año 1946 hasta que algunos años más tarde comienzan a verse paulatina pero progresivamente los signos de la gran recuperación.

Relata, además, la evolución de los grandes institutos de la Europa de post-guerra, que la transformaron en el continente más igualitario. Europa comienza diciendo de sí misma, y para sí misma: “en nuestro continente no habrá más guerras”. Y así sucede hasta los 90, en que tiene lugar el conflicto de los Balcanes, curiosamente en el mismo epicentro que dio origen a la Primera Guerra Mundial.

         Luego afirman: “tendremos democracia”. En tercer lugar: “Europa no pasará más hambre”, y forjan la política agropecuaria común que tanto cuestionamos, pero que desde el punto de vista de sus intereses se justifica plenamente. Por último, como el antecedente más inmediato del Mercado Común Europeo, establecen los acuerdos del acero y el carbón, y el EURATOM, o acuerdo nuclear. Todo ello con un sentido político, antes que económico. En definitiva, los líderes europeos se ponen de acuerdo en una visión común de la Humanidad, y sobre cuál será el rol de Europa en esa evolución del mundo.

Y les menciono también otro libro de François Kersaudi que leí hace muy poco, sobre la relación entre Churchill y De Gaulle. Es un libro maravilloso y, más allá de lo anecdótico y de la confrontación entre dos personalidades muy fuertes, más allá de la rivalidad histórica entre el Reino Unido y Francia, Churchill no dialogaba estrictamente con De Gaulle, sino que lo hacía con los franceses a través de De Gaulle y viceversa. Cada uno con su personalidad, con las tensiones que provocaban, relata una relación de más de cuarenta años, en la que la palabra “dignidad”, la palabra “nación”, las frases “cumplir con el deber”, “cómo hacer para entrar en la historia”, “cómo nos verán nuestros hijos”, la noción de liderazgo moral, están presentes a lo largo de toda la obra.

Cuanto yo comparé la experiencia europea con el MERCOSUR, me refería a una gran ausencia de credibilidad, de confianza íntima, que puedo demostrar con el siguiente ejemplo. En el artículo primero del Tratado de Asunción, firmado el 26 de marzo de 1991, se sientan las bases y objetivos del MERCOSUR, y uno de ellos es, además de la libre circulación de factores productivos (bienes, servicios y personas), la coordinación de políticas macroeconómicas. Pues bien, cinco días después de firmar el Tratado y acordar la coordinación macroeconómica, nuestro país promulga el decreto de convertibilidad, esto es, establece su política cambiaria de manera unilateral e inconsulta. Imaginen si el Tratado de Maastricht, que logró arribar a una moneda común, hubiera tenido inspirado la misma desconfianza…

En este análisis de la realidad mundial, se me ocurre una nueva comparación, esta vez entre el Foro Económico de Davos y el Foro Social de Porto Alegre. Hay indudablemente muchas diferencias entre ambos, pero yo rescaté (nunca estuve en Davos, sí en Porto Alegre) una que me parece fundamental. En Davos la representatividad es directamente proporcional a la cantidad de dólares que se maneja: los EEUU, las grandes multinacionales, el Banco Mundial, los grandes factores de poder, los denominados poderes fácticos permanentes que remplazan al poder político del Estado. En Porto Alegre, en cambio, vale la persona. Hay grupos, se pronuncian comunidades, minorías, etc. Y si es una sola persona, en representación de sí misma, quien pide la palabra, se sube a la tarima y es rigurosamente escuchada. Luego se pondrá en debate lo que dijo, se coincidirá o no con ella, pero se la respeta. Se respeta a la persona en sí misma.

 

La dimensión ética

 

Por último, permítanme concluir la clase reafirmando el criterio ético. Permítanme plantear como fundamental recuperar la dimensión ética de lo que llamamos “globalización”, en la cual lo ético está ausente, la dimensión ética de la política y del Estado, cualquiera sea la forma que este adopte.

En ese sentido, algunos comentarios. El primero, desmentir la visión exclusivamente materialista de la historia, la visión marxista del materialismo dialéctico, a través de dos fenómenos del siglo XX. El materialismo dialéctico sostiene que no es la conciencia la que determina la realidad material sino que son las relaciones de producción las que determinan la conciencia. Yo no estoy ni en un extremo ni en el otro, sino que creo que hay sobredeterminación, implicación recíproca de ambos factores. Hay factores económicos que condicionan los estados de conciencia individual y colectiva y también hay factores intelectuales que crean escenarios económicos.

La Revolución Rusa es uno de ellos. Si nos atuviéramos exclusivamente a la lógica secuencial que plantea el análisis del capitalismo que hace Marx, el más brillante de todos los que yo conozco por lo menos, la revolución socialista no tendría que haber tenido lugar en una sociedad pastoril, pre-industrial, sino en la sociedad más industrializada, de modo que hubiera alcanzado el grado máximo de las contradicciones de clase, y así permitir al proletariado que arribara al nivel de conciencia necesario para acometer la revolución. Esto era Manchester, pero sin embargo la revolución se dio en la Rusia de Nicolás II. Desde la lógica estrictamente materialista, tendría que haber sido en Manchester. ¿Por qué fue en San Petersburgo? Porque existía Lenin. Y un compendio de dirigentes que hicieron un planteo intelectual para crear acontecimiento histórico.

El segundo ejemplo es la salida de la depresión económica de 1929. En primer lugar, decir que la “gran depresión” confirma la capacidad de Marx para hacer análisis del capitalismo, porque él ya había anticipado setenta años antes las sucesivas crisis de superproducción del sistema capitalista. El colapso de Wall Street no se produce porque no hubiera productos para ofrecer, sino porque la proletarización de la sociedad había llevado a que el stock de oferta acumulado no tenía mercado de compradores. Y eso desplomó el valor de las acciones en la bolsa de Wall Street. No se trató de una crisis de oferta sino de demanda. No era que el capitalismo no había producido, sino que había producido bienes que no podían ser consumidos por las masas asalariadas, medias y pequeño-empresarias que se habían proletarizado. La ley de la libre competencia lleva inexorablemente a su opuesto, el monopolio. Lo que Marx plantea es la salida del capitalismo por vía de la revolución proletaria, la socialización de los medios de producción, la abolición de la propiedad privada, etc. Nada de esto se da. La propiedad privada subsiste y los medios de producción permanecen en manos de sus dueños. ¿Por qué no se produjo la revolución proletaria ante tamaña crisis del capitalismo? Porque existieron Franklin D. Roosevelt y John M. Keynes. ¿Qué dice Keynes, cómo responde a la crisis? Conservando la propiedad privada y el mercado, pero otorgando más funciones económicas al Estado, funciones más activas comparativamente con el mero “estado gendarme”, y desmitificando algunos dogmas como la negatividad del déficit fiscal. Keynes no le teme al déficit inicial de las cuentas públicas, causado por la intervención del Estado, el financiamiento estatal de políticas de empleo. Dar a una cuadrilla de obreros la tarea de cavar pozos y a otra cuadrilla la tarea de taparlos. Esa inversión estatal sería prontamente recompensada mediante el ritmo de crecimiento de la economía, la creación de empleo y el estímulo a la demanda.

Nace y se desarrolla el Estado de Bienestar, y con él se consolidan los nacionalismos del siglo XX. Este último proceso, llevado al extremo, crea el contexto para la doctrina del fascismo y del nacional-socialismo. Según ésta última, el marxismo que fomenta Stalin es una doctrina de expansión internacional, el capitalismo financiero de EEUU es una doctrina de expansión internacional, van a invadir Europa desde un lado y del otro. Hitler, que se considera un hombre predestinado para gobernar el corazón del mundo se ve obligado a conservar su espacio vital y reacciona, desde el nacionalismo europeo, contra las corrientes internacionales. Además, éstas se fundan en el capital judío y justifican, por consiguiente, su exterminio.

Terminada la Segunda Guerra Mundial se afirma el Estado de Bienestar con democracia política, y el mundo crece como nunca antes hasta los años setenta, en que tiene lugar la crisis del petróleo. Es un auge impresionante basado en la economía industrial y el Estado-nación como formación política. Pero ese desarrollo del Estado-nación como sujeto excluyente de la relaciones de poder a nivel internacional es el que abriga precisamente el germen de su propio debilitamiento. Porque cuanto más crece y se desarrolla la economía y las instituciones del Estado, mayor es el despliegue y protagonismo de los movimientos que se originan en el seno de la sociedad civil.

Las teorías del “balancín” o de la “suma cero” en cuanto a la relación entre el Estado y la sociedad son desmentidas por la realidad. No es verdad que cuanto más avanza el Estado más retrocede la sociedad o, a la inversa, cuanto más avanza la sociedad más se debilita el Estado. La realidad confirma, en cambio, la concepción de la suma positiva. Esto significa que, cuando estamos en presencia de un Estado fuerte —con capacidad de garantizar educación, salud, seguridad— esto genera desarrollo de la sociedad, y cuando una sociedad se desarrolla demanda instituciones estatales fuertes. También se puede dar lo contrario, el juego de sumas negativas. Cuando un Estado se corrompe, termina corrompiéndose la sociedad. Para salir de ello, debe producirse una ruptura del círculo vicioso y su remplazo por un nuevo círculo virtuoso de ética y crecimiento. Las virtudes de uno de los dos términos, sociedad y Estado, no se balancean, sino que se potencian entre sí.

Sigamos ahora con el último segmento de nuestro análisis histórico y sus conclusiones. El ritmo de la economía industrial se acelera a partir de la matriz tecnológica del complejo militar y espacial, como locomotoras del crecimiento, la expansión y el desarrollo social que traen como consecuencia. Y este desarrollo de la economía industrial y sus sucesivas innovaciones no dependen, en principio, del sistema político, es decir, corresponde tanto al desarrollo industrial dentro del capitalismo como dentro del bloque socialista. Una de las mayores diferencias que llevan a la caída del socialismo real a manos del capitalismo real es que el desarrollo capitalista es financiado por el consumo de la sociedad. La U.R.S.S. desarrolló antes que los EE.UU. la tecnología del reloj de cuarzo, pero occidente lo incorpora como mercancía y hace que la sociedad lo compre. Lo convierte en un bien de consumo de la sociedad capitalista, mientras que el bloque socialista lo reduce a un bien celosamente custodiado por el Estado. Así, cuando se reunifica Alemania, el PBI per cápita de la Alemania capitalista era tres o cuatro veces superior al de la que vivía bajo órbita de Moscú.   

El gran desarrollo de la economía industrial durante los treinta años que siguen a la Segunda Guerra Mundial genera tres grandes fenómenos desde la sociedad: el pacifismo, el ecologismo y el feminismo. Dos factores atentan contra aquella exclusividad del poder estatal. Uno surge de la sociedad y el otro del poder financiero. Pero éste último termina acumulando mucho más poder frente al Estado que el poder que acumula la sociedad.

Finalmente, volvamos al proceso por el cual el mundo pasa de la etapa de los ideales solidarios y comunitarios al materialismo, el individualismo y el corto plazo. Ya mencioné el proceso de descolonización afroasiática guiado por objetivos de emancipación y participación. Durante los años 50 y 60 tienen lugar en la Iglesia Católica algunas reformas que la acercan a sus seguidores, impulsadas básicamente por el Papa Juan XXIII, que culminan en el Concilio Vaticano II. Se trata, sin duda, de movimientos de apertura que conmueven la relación entre la cima de la Iglesia y la feligresía católica y van creando el contexto para la aparición del movimiento de Curas del Tercer Mundo y de la Teología de la Liberación. En 1959 entra Fidel Castro en La Habana. El modesto pero tenaz ejército de Vietnam doblega a los EE.UU., que pierden la guerra moralmente en la opinión pública de su propio país, especialmente entre los jóvenes pacifistas, antes que en el terreno militar. Malcolm X desde una iniciativa violenta lanzada desde el norte y Martin Luther King, un paacifista del sur de los EE.UU., encabezan sendos movimientos en pos de la igualdad racial. En Europa, el año 68 alberga el Mayo Francés del lado occidental y la Primavera de Praga al oriente de la “cortina de hierro”. Todos estos son movimientos protagonizados por enormes masas de jóvenes que demandaban igualdad, y lo hacían desde expresiones colectivas. Es decir, el mundo movilizado detrás de valores no materiales ni individuales.

Del otro lado, el poder financiero que recibe el impacto de esta movilización, y más tarde eclosiona con la crisis del petróleo y necesita acortar los plazos de la revolución tecnológica, de modo que la producción se vaya independizando de la necesidad de proveerse de combustibles fósiles. Los petrodólares por una parte, y la deuda externa que contraen las dictaduras latinoamericanas de los años 70, constituyen las principales fuentes de financiamiento de aquella revolución tecnológica.

Cuando, superada la etapa de las dictaduras resurgen regímenes constitucionales en América Latina, nos encontramos con la demanda social de políticas estatales eficaces, contenida durante muchos años, pero al mismo tiempo nos encontramos con Estados sumamente debilitados que resultan incapaces de satisfacer esa demanda creciente, lo que lleva a la pronta deslegitimación de los gobiernos surgidos de esta primera etapa de gobiernos electos por el voto popular en América Latina durante los años 80.

Ganan así legitimidad electoral las recetas neoliberales de los 90 y se convierten en la segunda fase del ajuste estructural. Los años 2000 nos encuentran ante su tercera fase. La primera destruyó los aparatos productivos de capital privado nacional, la segunda se apropia del sector estatal de la economía, y la tercera procura apoderarse de nuestros recursos naturales.

El instrumento del nuevo sujeto social capaz de interpelar a este poder económico-financiero que no sólo ha tomado el lugar del Estado sino, más grave aún, del sentido común, ese instrumento es la política. Pero para ello, para que la política recupere legitimidad y credibilidad social, debe volver a poner como punto número uno de su agenda la lucha por el bien común. Por definición, la política debe expresar un modelo de sociedad por encima de los intereses sectoriales o corporativos. Desde el momento en que los políticos se encargan de prostituir la propia naturaleza de la política, esa esencia no corporativa, para pasar a hacer política en su propio beneficio, se convierte en un sector más. Se pierde la noción del bien común y la sustancia de la política se desnaturaliza. Por eso, quienes pasan a ocupar el lugar de la política son los mercados. Los mercados no cohesionan a las sociedades en torno de valores, sino que discriminan, dividen y excluyen según las posibilidades económicas de cada uno. Volver al bien común, a la virtud, a la polis. A las convicciones, a las vocaciones, a los valores, es el desafío para enfrentar esta etapa de la Humanidad, signada por el materialismo extremo. No tiene sentido reconstruir una autoridad pública estatal que no esté fundada en valores éticos. Ese es el desafío.