En 1989, Francis Fukuyama, un profesor estadounidense incorporado a la Secretaría de Estado, a instancias de la Rand Corporation y el Council of Foreign Relations, publicó un artículo que tuvo audiencia universal, “El fin de la historia”, donde sostenía que la democracia y el mercado constituirían un nuevo consenso de legitimidad, y, en consecuencia, ni Marx ni los modelos totalitarios del siglo XX podrían impedir ni superar ese proceso. No obstante, la realidad no pudo detener la irreprimible marcha de la historia hacia nuevas y poderosas contradicciones, y la gloria de la tesis de Fukuyama resultó efímera.

Esta mención de textos explosivos nos conduce, ineludiblemente, al ensayo de Samuel Huntington publicado en 1993, “El choque de las civilizaciones”, según el cual, concluida la Guerra Fría, las contradicciones entre Oriente y Occidente reemplazarían a las ideologías como factor decisivo de los conflictos internacionales. Más tarde, Huntington avanza con otro libro, “¿Quiénes somos?”, en el que plantea la grave perturbación cultural a la identidad nacional de los EE.UU., causada por la escalada de los negros, hindúes, y especialmente hispanos, que desafían la trilogía sacra: blancos, anglosajones y protestantes. Sumergido en su propio fundamentalismo, la nueva tesis de Huntington niega el fuerte mestizaje cultural que diera origen a la civilización estadounidense.  

Al revés del choque de civilizaciones, la Asamblea General de la ONU propuso, en 2001, el Programa Mundial para el Diálogo de las Civilizaciones, enfrentando la barbarie de los atentados del 11 de septiembre con una tesis fundada en la capacidad humana para explorar, frente al determinismo del terrorismo y la reacción imperial, un análisis más racional, pero también más ético y moral. Posteriormente, en 2004, José Luis Rodríguez Zapatero, sugirió, también a la Asamblea General, la creación de una alianza de civilizaciones entre Occidente y el mundo árabe y musulmán para combatir el terrorismo internacional por otra vía que no fuera la militar, con el objetivo fundamental de “profundizar en la relación política, cultural, educativa, entre lo que representa el llamado mundo occidental y en este momento histórico el ámbito de países árabes y musulmanes”, algo similar a lo que 6 años antes planteara el entonces presidente de la República Islámica de Irán, Muhammad Jatami, un “Diálogo entre civilizaciones”.

La Alianza de Civilizaciones fue establecida en 2005, por la iniciativa de los gobiernos de España y de Turquía, bajo auspicios de las Naciones Unidas.

En su momento, el Secretario General, Kofi Annan, formó un grupo de alto nivel de expertos para explorar las raíces de la actual polarización entre las sociedades y las culturas, y recomendar un programa práctico de acción para tratar esta cuestión. El grupo de alto nivel se reunió cinco veces a partir de noviembre de 2005 a noviembre de 2006, al final de las cuales produjo un informe desde una perspectiva multidisciplinaria dentro de la cual se priorizan las relaciones entre las sociedades musulmanas y occidentales. La primera reunión ocurrió en Palma de Mallorca, España (26-29 noviembre de 2005), la segunda en Doha, Qatar (25-28 febrero de 2006) y la tercera en Dakar, Senegal (28-30 mayo de 2006). Un informe entonces fue también presentado en una reunión final en Estambul, Turquía (12-13 noviembre de 2006). Finalmente hubo una reunión de trabajo en Nueva York (5-6 septiembre de 2006).

El informe del grupo de alto nivel proporcionó un análisis, y propuso recomendaciones prácticas que forman la base para el plan de la puesta en práctica de la Alianza de Civilizaciones. El 26 de abril 2007, el ex presidente de Portugal, Jorge Sampaio, fue designado “alto representante” para la Alianza de Civilizaciones por Ban Ki-Moon, el secretario general de la ONU para conducir la fase de la puesta en práctica de la Alianza.

La Secretaría de la Alianza de Civilizaciones, que tiene base en Nueva York, trabaja en sociedad con Estados, con las organizaciones internacionales y regionales, agrupaciones de la sociedad civil, fundaciones y el sector privado, para movilizar esfuerzos concertados, a fin de promover relaciones interculturales entre naciones y comunidades diversas.

La Alianza de Civilizaciones apunta a mejorar el entendimiento y las relaciones cooperativas entre naciones, y a promover el diálogo de culturas y de religiones, así como ayudar a contrarrestar a las fuerzas que alimentan la confrontación entre culturas. Otro de sus objetivos es desarrollar aquellos proyectos que promuevan de manera global el entendimiento y la reconciliación entre culturas, y, particularmente, entre las sociedades musulmanas y occidentales. En ese sentido, es que propone enfoques y métodos educativos para apoyar la movilización de los jóvenes en promover los valores de la moderación, de la cooperación y del aprecio de la diversidad.

Las pruebas insuficientes, la imposición de una tesis sin su comprobación y los resultados que la misma arrojó, terminan por hacer que, desde la perspectiva de George W. Bush, la invasión a Irak se justifique por la simple razón de que, aunque no existieran las armas de destrucción masiva, “al fin y al cabo el mundo está mejor sin Saddam Hussein”. La humanidad inició su retroceso hacia la barbarie, que niega a la identidad humana su condición plural, mestiza y compleja.

Y es aquí donde la política está llamada a jugar un rol como generadora y difusora de conocimientos y valores, como materiales de la construcción de la historia que viene, en la que las democracias no pueden ser una bandera para las conquistas, sino para la convivencia en la diferencia.

A mayo de 2006, 19 países habían dado su apoyo a la Alianza de Civilizaciones propuesta por Zapatero para desactivar el antagonismo entre Occidente y el Islam, prestando especial atención a la juventud y a la educación para acabar con los prejuicios.

Cuando el historiador británico Arnold Toynbee, conversaba con su hijo en 1963, éste le hizo, a quemarropa, la pregunta: "¿Crees en Dios?". A lo que Toynbee contestó: "Creo en Dios si las creencias hindúes o chinas están incluidas en la creencia en Dios. Pero me parece que los cristianos, judíos y musulmanes, en su mayoría, no admitirían esto y dirían que no es una genuina creencia en Dios". Esas palabras son hoy esenciales para el diálogo entre civilizaciones. Para ello, como ocurre con la peste, con el terrorismo, cualquiera sea su origen, se deben conocer sus raíces, cómo se produce, cómo crece, para superarlo éticamente, y no desde una barbarie similar

El “choque entre las civilizaciones” árabe y estadounidense no es un choque entre la barbarie y el respeto a la dignidad humana, sino un choque entre la tortura brutal anónima y la tortura como un espectáculo mediático en el cual los cuerpos de las víctimas sirven de anónimo telón de fondo para los rostros estúpidamente sonrientes —“inocentes estadounidenses”— de los propios torturadores. Al mismo tiempo, se tiene aquí una prueba de que, para parafrasear a Walter Benjamín, todo choque de civilizaciones es el choque de las barbaries subyacentes.

 

La importancia de la identidad en una globalización diferente

El escenario actual, que ya no está signado por las luchas entre Estados, y que parece disipar la posibilidad de hegemonización planetaria vigente hasta hace muy poco tiempo, amenaza hoy con el choque de culturas, básicamente entre las culturas de raíz judeocristiana y el Islam. Pero, en verdad, ninguno de estos dos campos es homogéneo en su interior.

Ni los millones de hispanos que pueblan especialmente los Estados del Sur de los EE.UU., ni el movimiento zapatista con origen en el Estado mexicano de Chiapas, ni los ‘sin tierra’ del interior del Brasil o los habitantes de las favelas plenamente urbanas de Río de Janeiro y San Pablo, tienen que ver con la cultura islámica. Expresan, más bien, una realidad profunda marcada por la cuestión migratoria que desata la pobreza y el olvido en que se encuentra sumergida una porción mayoritaria de la población mundial, y de la cual no toman nota los principales referentes políticos del mundo. Al mismo tiempo, la población rural europea, como expresión de una realidad histórica y sociocultural, revela una complejidad muy superior a la mera condena por la aplicación de subsidios a la producción agrícola. Define, sí, una vocación por consolidar la identidad de Europa, dividida artificialmente, hasta no hace mucho, entre Occidente y el Pacto de Varsovia.

Otros procesos dan cuenta de la voluntad secesionista de poblaciones enteras, que ponen en cuestión la territorialidad convencional de los Estados nacionales que dominaron la escena del siglo XX. Las comunidades vasca y catalana respecto de España, o, en su momento, la ‘Liga Norte’ en Italia, expresan esa realidad en el corazón de la Europa más desarrollada. Al mismo tiempo, el control territorial que ejercieron las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas) sobre una porción importante de la selva de Colombia, así como los intentos de secesión impulsado por los grupos económicos de cuatro provincias de Bolivia, ambos en América Latina, ponen de manifiesto —bajo signos económicos, políticos e ideológicos antagónicos entre sí— la insuficiencia de los límites territoriales clásicos del Estado-nación, para contener la complejidad de estas realidades identitarias, cuyas compuertas se abrieron, en Europa, con cada bloque de cemento que se le iba quitando al Muro de Berlín.

A fines de 2005, tuvo lugar en Francia la quema de miles de automóviles, entre otros actos de violencia urbana, como precedente de los atentados de la revista Charlie Hebdo, y los presuntamente auto-atribuidos por el Ejército Islámico el pasado 13 de noviembre de 2015. El epicentro de aquel primer y hoy lejano episodio se produjo en uno de los suburbios de París que había sido construido en los años 60, precisamente para albergar inmigrantes, en un momento en que ese país convocaba el ingreso masivo de mano de obra extranjera. Una línea interpretativa de este fenómeno lo adjudica a una protesta beur (árabe), protagonizada por segundas y/o terceras generaciones de inmigrantes magrebíes, no todos ellos pobres, pero sí igualmente discriminados. En este sentido, la comunicación interétnica se expresa en actos de la vida cotidiana como la integración de los equipos de fútbol o del propio seleccionado francés, pero no así en la composición del Parlamento nacional. La no resolución de este conflicto sino, más bien, su agudización, explican muchos de los trágicos acontecimientos vividos en Europa con relación a la situación de los refugiados de las guerras y las hambrunas, que han transformado al Mar Mediterráneo de Joan Manuel Serrat en la fosa común más extensa de la Humanidad por estos días.

De todos modos, no se trata del ‘fracaso’ del modelo asimilacionista francés, sino todo lo contrario. Los agitadores se sienten plenamente franceses: ostentan esa ciudadanía, han estudiado en sus escuelas, y, justamente por eso, alimentan las mismas esperanzas de vida. En palabras de Jean Baudrillard en textos como “El terrorismo” o “La violencia de lo global”, ‘la exasperación de los excluidos los lleva a rechazar con rabia todo. La cultura occidental se tiene en pie por el deseo del resto del mundo de entrar a formar parte de ella’. Cuando no lo permite, ‘pierde para ella misma el sentido de superioridad y seducción que ejerce sobre los no pertenecientes, y es el momento en el cual sus símbolos (automóviles, escuelas, centros comerciales), son saqueados y quemados’.

El sociólogo alemán Ulrich Beck encarna una posición similar, en cuanto a que no es la falta de integración, sino su asimilación cultural exitosa, su ‘egalité’ muy interiorizada, la causal principal de la violencia: “se habla de inmigrantes y se olvida de decir que son franceses; se apunta al Islam y se olvida de aclarar a muchos de estos jóvenes incendiarios la religión no les importa para nada”. Y Alain de Benoist, en su ensayo “Racismo”, escrito en 1986, ya prevenía sobre el sentimiento que se iría gestando en los revoltosos franceses: “nosotros no somos racistas, simplemente reclamamos el derecho de vivir calmamente nuestra identidad en el territorio de nuestro país”.

Sin ser ni remotamente la única área pobre del planeta, África se erige hoy en el paradigma de la exclusión. Así como, para Tom Engelhardt, no hay frontera para trabajar si usted tiene su propio avión1, aquella exclusión no se circunscribe al territorio africano, sino que se disemina por las calles de las capitales más desarrolladas del mundo, bajo el ropaje de la desocupación. En flagrante violación al derecho a la identidad, la falta de reconocimiento en la que están sumergidos millones de seres humanos, los confina a percibirse a sí mismos como innecesarios.

La noción de Identidad debe ser asumida como primordial en nuestros tiempos. Una noción de Identidad que Carlos Barbé, en su ensayo “Identidad e identidades colectivas en el análisis del cambio institucional” (1984), presenta como aquel fenómeno complejo que incluye la idea con que un individuo se autopercibe, a la vez que cómo considera él mismo que los otros lo ven, y asimismo cómo visualiza el pasado y proyecta el futuro. En definitiva, ningún pensamiento venido de una vertiente humanista, sea científico o religioso, puede prescindir del interrogante existencial que toda persona tiene derecho de responderse desde una dimensión de dignidad, y es: ¿quién soy yo?

Asistimos a una globalización ganada por el tecnicismo y no por la ética, que se ha habituado a repetir con ligereza absoluta palabras como minorías hispanas, inmigrantes asiáticos, afrodescendientes, millones de chinos que se incorporan al mercado o terroristas árabes, sin tomarse el trabajo de entender la experiencia histórica, las creencias y valores de cada una de esas comunidades. Vivencias y biografías personales y sociales que han configurado al cabo de siglos lo más profundo de sus culturas. Por eso, más allá de los discursos políticamente correctos, el dilema es cómo integrar al desarrollo a aquellos a quienes no se conoce en profundidad, justamente a raíz de patrones culturales impuestos por ese mismo modelo de desarrollo, con el objetivo de que ejerzan un rol disciplinador del sentido común y de la conducta de Occidente y del mundo.

Y aun cuando sí les reconociéramos su derecho a la Identidad a aquellos colectivos sociales y/o comunidades nacionales, sepamos que cada una de ellas alberga en su interior, a su vez, tantas identidades personales como Seres Humanos las componen, cada uno con sus particularidades en razón de su edad, sexo, filiación religiosa, posicionamiento en la escala social, etc.

Es, precisamente, en esta incapacidad para identificar a ese “otro” o a esos tantos “el otro” que alberga la Humanidad de nuestros días, donde se visualiza la carencia de ese deseo/derecho de reconocimiento que anida como condición intransferible de la dignidad humana de cada persona. Si esa percepción que los cosmopolitas del poder le devuelven a millones de excluidos es negativa y humillante, esos excluidos, de una forma u otra, con la violencia de las favelas de San Pablo, las capuchas del Ejército Zapatista, la intifada palestina, la quema de autos en París o la inmigración ilegal en Europa y los EE.UU., esos excluidos –decía- se lo harán saber. El símbolo africano está en todas partes, y si el mundo desarrollado lo olvida, África, con todo lo que ella representa, se lo hará recordar.

Y una vez percatados de esta indiferencia inadmisible respecto de millones de congéneres sumidos en el atraso y el olvido, se presenta un nuevo interrogante: ¿está el mundo en condiciones de equiparar el nivel de vida de estos cientos millones de excluidos con el de las comunidades más desarrolladas? ¿Se podría solventar en las capitales africanas o latinoamericanas, una circulación de automóviles semejante en confort, potencia motriz y erogación de combustible, al parque automotor de Copenhague ¿O construirse barrios cerrados con la misma ampulosidad que en Santa Mónica, a millas de Los Ángeles?

Desde el momento en que el 80 % de la riqueza global permanece concentrada en menos del 20 % del territorio, no es precisamente el choque entre culturas la confrontación principal que experimenta la Humanidad. Inclusive, dentro mismo de ese 20 % del territorio, la distribución también es desigual. Por eso, siguiendo con Barbé, “la tentativa de dicotomizar el conflicto a nivel cultural se infiltra en los pliegues complejos de la obstinación por no reconocer lo más rico de cada una de las identidades, como por ejemplo las diversas comunidades musulmanas que pueblan el planeta. Se trata de un reto de carácter epistemológico, que requiere precisión conceptual. El universo del Islam, que incluye países como Marruecos, Sudan, Pakistán o Indonesia, no puede confundirse con el mundo árabe. Medio Oriente no es sólo una región geopolítica rica en recursos petroleros y grupos radicalizados: es una realidad humano-social que contiene grupos fundamentalistas e integristas, corrientes religiosas ortodoxas y moderadas, y donde una ínfima minoría asume o asiente actividades terroristas, y una mayoría de habitantes sólo procura vivir en paz, con respeto y tranquilidad. Mientras tanto, el país con mayor peso cultural en el Occidente de nuestros días, utiliza la violencia para obtener su dogma ¿democrático?, en una suerte de nueva Cruzada, en pleno siglo XXI. Y no olvidemos que el nazismo y el stalinismo son, a su vez, criaturas de Occidente.

En vez de reconocer esa complejidad, se invoca superficialmente a cada cultura como un todo compacto, capaz de resumir en sí mismo a todo el bien (como la tradición estadounidense del destino manifiesto), o todo el mal (como la simplificación de asociar al mundo árabe con el terrorismo). Desde la vereda de enfrente, se invierten los términos, pero se repite la clave de análisis: todo el olor a azufre es destilado por la administración de George W. Bush, y todo el bien residiría en un acuerdo entre Hugo Chávez y Mahmud Ahmadineyad, quien ha negado el holocausto judío y pregona la destrucción de Israel. Buenos y malos, Este-Oeste, terroristas y mundo democrático, reflejos de un reduccionismo totalmente rebasado por la realidad.

En una clase dictada en la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo, a principios de 2001, León Rozitchner dijo que no hay una sola clase de hombres, sino “esencialmente dos: los asesinos y los no asesinos. Están los que matan y los que no pueden matar, los que nunca matarían. Están los Henry Kissinger, que no matan directamente sino que son –en palabras de Adorno- asesinos de escritores, y están los Walter Benjamín. Kissinger es un hombre, Benjamín también. Kissinger, un judío al que Hitler habría eliminado, aconsejó a nuestros genocidas cumplir el mismo papel histórico que los nazis: frenar al comunismo. Walter Benjamín, un alemán que en 1940, en sus Tesis de filosofía de la historia, anticipaba la ruptura civilizatoria que Auschwitz significó. Los que matan y los que nunca matarían, según Rozithner. Benjamín nunca mató, pero se mató: se suicidó el 26 de septiembre de 1940, huyendo del nazismo, encerrado en el puesto fronterizo de Port Bou. Al día siguiente, los españoles abrieron la frontera.2

En este análisis de la realidad mundial, se me ocurre una nueva comparación, esta vez entre el Foro Económico de Davos y el Foro Social de Porto Alegre. Hay indudablemente muchas diferencias entre ambos, pero yo rescaté (nunca estuve en Davos, sí en Porto Alegre) una que me parece fundamental. En Davos la representatividad es directamente proporcional a la cantidad de dólares que se maneja: los EE.UU., las grandes multinacionales, el Banco Mundial, los grandes factores de poder, los denominados poderes fácticos permanentes que reemplazan al poder político del Estado. En Porto Alegre, en cambio, vale la persona. Hay grupos, se pronuncian comunidades, minorías, etc. Y si es una sola persona, en representación de sí misma, quien pide la palabra, se sube a la tarima y es rigurosamente escuchada. Luego se pondrá en debate lo que dijo, se coincidirá o no con ella, pero se la respeta. Se respeta a la persona en sí misma.

En definitiva, la importancia de la Identidad es incontrovertible para la construcción del nuevo paradigma ético, basado en la comunicación de civilizaciones. Para ello, habrá que seguir derribando “prejuicios y estereotipos, juntamente con el muro de cemento que los EE.UU. han levantado en su frontera con México, y con el muro virtual que Europa viene construyendo en el Mediterráneo.”3 Muros étnicos, culturales o religiosos que, juntamente con el que Israel construye en Jerusalén para separarse de los palestinos, reemplazan al muro ideológico de Berlín.

El pensador Kwame Anthony Appiah se ha ocupado extensamente de la Identidad. Desde una perspectiva fuertemente diferenciada de Huntington, propone suplir el paradigma que antepone las diferencias étnicas, religiosas o culturales, por la idea de unidad de la especie humana.

A partir de ello, sugiere metafóricamente el ejercicio de la “conversación”, la convivencia, la asociación, como puente entre los diferentes actores, lo que, advierte, no debe ser interpretado ni preconcebido como consenso o uniformidad. Como un equilibrio entre aquellas certezas de proyección universal y los particularismos, Appiah elabora una suerte de doctrina (que más que una receta es una aventura) a la que llama “cosmopolitismo” (el vocablo original en inglés es cosmopolitanism). No lo hace en el sentido de Bauman, que califica de cosmopolita a esa élite social que goza de los beneficios de la globalización. Antes bien, el cosmopolitismo no comienza, para Appiah, por compartir privilegios económico-financieros, sino la conciencia universal de nuestra falibilidad, ante la cual, el instrumento de mayor valor para incidir es el diálogo. ¿Por qué el respeto, la predisposición a escuchar con la mente abierta, la honestidad intelectual, no podrían ser, a tenor de Appiah, categorías que configuren un nuevo paradigma de la relación humana? El “ciudadano del mundo” es aquel que no se identifica sólo con su patria, y por eso considera al resto de los humanos como extranjeros. Así, la conversación entre quienes no están ligados por el parentesco o la nacionalidad, y la familiaridad con las diferencias, son las herramientas del cosmopolitismo, ese modo de pertenecer a la vez al lugar de origen o de residencia, y a la comunidad humana que los incluye. “Habrá momentos, dice Appiah, en que esos dos ideales —el interés por lo universal y el respeto por las legítimas diferencias— entrarán en conflicto. En un sentido, lejos de ser el nombre de la solución, el cosmopolitismo es el nombre del desafío. (…) Y es precisamente porque hay tantas posibilidades humanas que vale la pena explorar; ni esperamos ni deseamos que todas las personas y todas las sociedades converjan en un único modo de vida.” El primer desafío “no consiste en acordar sino en comprender.”4

El cosmopolitismo, según Appiah, no tiene que ver con aquel universalismo moral que llega de la mano como excusa para la uniformidad. “Una ideología —sostiene— puede ser supranacional hasta la médula y también intolerante hasta la médula” (...) “el universalismo puede ser muy maligno”. Pero, a su vez, ese fundamentalismo que se presenta como reacción local, nacional, comunitaria, falsamente identitaria, contra aquel universalismo de la uniformidad, también es abominable. “Si hay algo que no puede decirse de los hombres del 11 de septiembre es que eran locales. Habían viajado mucho, estaban relativamente bien instruidos, y dedicados a plasmar una visión universalista de la ummah, la comunidad musulmana global. Ese ideal puro e intransigente era el objeto de su devoción. El pensamiento de esos hombres era planetario”, y, al mismo tiempo, tan “indiferente a las particularidades humanas”, como la doctrina imperial a la que pretenden combatir.5

En la introducción de su libro “Cosmopolitismo”, Appiah plantea: “Hacia el final del libro, espero haber logrado que al lector le resulte más difícil pensar que el mundo está dividido entre Occidente y el Resto; entre locales y modernos; entre una ética incruenta de ganancias económicas y una ética cruenta de identidades; entre “nosotros” y “ellos” (…) “Por fortuna, no necesitamos tomar partido por el nacionalista que abandona a todos los extranjeros ni por el cosmopolita incondicional que contempla a sus amigos y a sus compatriotas con gélida imparcialidad”. (…) “La sociedad y la unión de los hombres sería perfectamente guardada si aplicáramos principalmente nuestra generosidad a aquellos con quienes más estrechamente estamos unidos”. (…) “necesitamos desarrollar el hábito de la coexistencia: la conversación en su sentido más antiguo, la convivencia, la asociación”. (…) “hay algunos valores que son –y deberían ser- universales, de la misma manera en que hay muchos valores que son –y deben ser- locales. No podemos aspirar a alcanzar un consenso definitivo en cuanto a la manera de ordenar estos valores según su importancia. Es por eso que retornaré constantemente al modelo de la conversación; en particular, al de la conversación entre personas que vienen de diferentes modelos de vida. El mundo está cada vez más atestado: en el próximo medio siglo, nuestra especie, antes nómada, se aproximará a los diez mil millones. Según las circunstancias, las conversaciones que se entablan más allá de las fronteras pueden ser placenteras o meramente enojosas, pero su principal característica es que son inevitables.”6

En el último capítulo de su libro “La ética de la identidad”, Appiah relata que su padre dejó a él y a sus hermanas un mensaje antes de morir. El mismo rezaba: “Recuerden que ustedes son ciudadanos del mundo, y cualquiera fuera el lugar que elijan para vivir, deben procurar dejarlo mejor de cómo lo hayan encontrado”. La noción de ‘ciudadanos del mundo’ implicaba que ‘su’ lugar podía ser, eventualmente, ‘cualquier lugar’, en tanto se apoyaba en un amor profundo por la humanidad. En tanto la idea de dejar a ese lugar “mejor de cómo lo hayan encontrado”, señala Appiah, constituía lo que su padre entendía por ciudadanía: no solamente ‘pertenecer’ a una comunidad, sino ‘hacernos responsables’, junto con ella, de su destino.

Sigamos reivindicando, finalmente, la fórmula de Gandhi: “sé tú el cambio que te gustaría ver en el mundo”. Es la actitud básica del cambio emancipatorio.

 

1 Citado por Mike Davis en el artículo “El Norte invade México” (2006), traducido por Ernesto Carmona.

2 Ver Feinmann, José Pablo, curso “La filosofía y el barro de la historia”, 2007.

3 Barbé, Carlos, “Desuso y mal uso de la dimensión identitaria en el análisis de la coyuntura internacional”, en Revista “Relaciones Internacionales”, nro. 31 del Instituto de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de La Plata, junio/noviembre de 2006, pág. 47.

4 Appiah, Kwame Anthony, “Cosmopolitismo”, págs. 18, 19 y 79, Katz, Buenos Aires, 2007.

5 Appiah, Kwame Anthony, “La ética de la identidad”, pág. 317, Katz, Buenos Aires, 2007.

6 Appiah, K. A., “Cosmopolitismo”, págs. 20 a 26.

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