Según el investigador catalán Román Gubern: “Pocas expresiones han tenido tanta fortuna popular desde el final de la Segunda Guerra Mundial como la famosa aldea global, que inventó McLuhan en los optimistas años 60. Pero esta fórmula brillante estaba basada en una falacia. En las aldeas, los flujos de comunicación son “multidireccionales” y tienden a ser desjerarquizados, pues todo el mundo habla con todo el mundo. En la aldea global configurada por las redes mediáticas actuales la comunicación tiende a ser “monodireccional”, desde el norte hacia el sur y el este, creando efectos de dependencia económica y cultural, porque la información es mercancía e ideología a la vez. (...) Esta dependencia, que empieza en las agencias de noticias, tiene muchas consecuencias, además de las económicas y las lingüísticas (el hegemonismo del inglés) y van desde la construcción de un imaginario planetario común (que incluye desde la homogeneización del vestido, del fast food o de la música popular) hasta el famoso pensamiento único, que convierte a las leyes del mercado en legitimadoras políticas y sociales supremas, universales e inapelables.”1 Fue a través de las redes mediáticas como se preparó a las poblaciones de los distintos Estados de América Latina, mediante un “bombardeo televisivo de ablande” de la conciencia crítica, para que aceptaran que los tecnócratas latinoamericanos aplicasen las recetas de apertura indiscriminada de la economía que habían aprendido, principalmente, en las universidades estadounidenses.

 

Por su parte, Marcelo Gullo sostiene que “la dependencia audiovisual planetaria del norte tiene muchos efectos, como ya se ha dicho, desde los económicos (balanza comercial) hasta los industriales (infradesarrollo del sector mediático propio) y los culturales. Entre estos últimos, figuran la dependencia de los intereses, gustos y modas de la potencia dominante, y no sólo en el nivel frívolo de los estilos de vestido o peinado” (...) “la gente habla, se interesa y discute de aquello que ve en la televisión, pero no suele hablar mucho de aquello que la televisión no dice, porque no le interesa o no le conviene. Esta ceguera selectiva constituye un verdadero escotoma mediático, pues el escotoma es la zona ciega de la retina en la que no se activa el estímulo visual. De igual modo, los medios dominantes prestan atención a aquello, que, con sus criterios e intereses nacionales, juzgan relevante y fijan así en buena medida, por su proyección planetaria, la agenda setting del imaginario universal, aunque este temario seleccionado no se ajuste a los intereses reales y concretos de las circunstancias de cada una de las audiencias. (…) La cruda realidad indica que Estados Unidos controla 75 por ciento del mercado audiovisual internacional y, cuanto mayor sea el número de canales y de pantallas fuera de aquel país, mayor será su dependencia, convirtiendo su opulencia en colonización complaciente. Por eso la globalización mediática es hoy, prácticamente, sinónimo de americanización.”2

Esta “revolución comunicacional”, como la denomina José Pablo Feinmann, “reclama la pasividad del receptor. Esa actitud de sentarse a ver, escuchar, de ser subyugado por los efectos especiales de las películas de Hollywood, o por la CNN, donde alguien explica la guerra con un mapa, con flechas. Eso se recibe pasivamente, la actitud de la conciencia es refleja, condicionada, es una conciencia que absorbe, que no es crítica”. La conciencia crítica es, por el contrario, conciencia de ruptura, que recibe el discurso del emisor, pero tiene “a la mano, el poder de la duda, de negar la veracidad del discurso del emisor (...) son muy pocos los que dicen que no, los que apagan la CNN”3. Descartes, que sí apaga en el siglo XVII el televisor de la oscura escolástica medieval, es quien construye el sujeto de la modernidad. Otro de los elementos de la verdadera crisis civilizatoria de la modernidad a la que asistimos, es que en esta revolución comunicacional de nuestros días, todo está en la superficie, nada sub-yace, no hay sujeto.

Hay otras caracterizaciones de la globalización que resaltan, en cambio, su multilateralidad. Así, Zygmunt Bauman cuenta que: “en 1994, un cartel con el que se empapeló las calles de Berlín se reía de las lealtades a marcos ya incapaces de contener las realidades del mundo: “Vuestro Cristo es judío. Vuestro coche es japonés. Vuestra pizza es italiana. Vuestra democracia, griega. Vuestro café, brasileño. Vuestra fiesta, turca. Vuestros números, árabes. Vuestras letras, latinas. Sólo vuestro vecino es extranjero”.4 O el jocoso, pero no menos cierto párrafo que salta de los buscadores de Internet, titulado “La globalización es Lady Di”: Lady Di, princesa de Gales, nacida en Inglaterra y con novio egipcio que murió en un túnel francés mientras usaba su teléfono móvil sueco. Chocó mientras iba en un auto alemán de motor holandés, manejado por un chofer belga, quien fue a una escuela escocesa. Eran seguidos muy de cerca por un paparazzi italiano en una moto japonesa y fueron atendidos tras el choque por un doctor norteamericano asistido por un paramédico filipino, usando medicina brasileña. Esto ha sido tipeado por un joven argentino en un sitio web español y puede llegar a leerlo una persona de cualquier país del mundo.”5

De todos modos, en ausencia de un paradigma ético, la globalización, esa construcción que pretende suceder a la modernidad, en los hechos reproduce e intensifica muchas de sus lacras, como el afán desmedido de lucro, la concepción del poder como dominio, y su consecuencia inevitable, la desigualdad, la pobreza y la discriminación.

 

La dimensión ética

“Las creencias son las que realmente

mueven a una sociedad”

Ortega y Gasset

 

1. La Humanidad afronta riesgos graves de nivel planetario, tales como las consecuencias del acentuado desequilibrio poblacional, la diferencia fundamental en los niveles de ciudadanía de acuerdo con la ampliación de la brecha distributiva, los profundos cambios ambientales, la amenaza de una guerra nuclear, riesgos que demandan ser tratados a partir de un estándar de coexistencia pacífica imprescindible.

Un grave error sería identificar coexistencia o cohabitación con unipolaridad, con uniformidad cultural. De aquí que las diferencias culturales, las diferencias de nacionalidad, las diferencias étnicas, deban ser necesaria y recíprocamente aceptadas. Cuando me refiero a identidades culturales o nacionales, no necesariamente deben estar identificadas con las fronteras interestatales. Hay países que resuelven sus conflictos étnicos o nacionales a través de la formación de Estados multiétnicos y multinacionales, y Estados que lo hacen por vía de la separación. No hay una regla en cuanto a esto. Lo que sí debe ser una regla de oro es el respeto mutuo, que implica un acrecentamiento de la dimensión ética respecto de lo que hoy está planteado en el actual estadio de la globalización.

De todos modos, algo que aparece como cuestión importante en el horizonte de nuestro siglo XXI es la interacción entre una parte del mundo en la que existe el Estado, y otra en el que no lo hay. Cada vez son más los ciudadanos que no cuentan con Estados que los cobijen, así como cada vez más Estados no logran ejercer sus funciones esenciales ante la totalidad de sus ciudadanos, del mismo modo que la Iglesia Católica, por caso, no expresa a la totalidad de sus fieles.

2. El conflicto de los Balcanes, incluyendo en esta idea el proceso en Croacia, Bosnia y Kosovo, desatado durante la década de los 90 en el corazón de Europa, constituye a la vez una confirmación y un preanuncio. Una confirmación de que comenzaba a cerrarse allí el conjunto de paradigmas con que el mundo se gobernó durante el siglo XX, paradójicamente en el mismo lugar, Sarajevo, donde se había desencadenado la Gran Guerra en 1914, dando inicio justamente a ese mismo sistema paradigmático.

Al mismo tiempo es un preanuncio de la insuficiencia del sistema normativo internacional, porque la OTAN actuó sin la anuencia de las Naciones Unidas y a instancias de la estrategia de los EE.UU., porque no se declaró oficialmente la guerra y, sin embargo, se bombardeó un Estado soberano, a espaldas de la Carta de las Naciones Unidas, y porque como parte de una estrategia europea-estadounidense, se borronean los contornos de la guerra interna y el conflicto internacional.

Se difumina, asimismo, la división entre estado de guerra y estado de paz, por cuanto formalmente Europa estaba en paz, pero en los hechos se había desatado una guerra. El derrumbe de la frontera entre paz y guerra es una categoría que se confirma con la doctrina de la guerra preventiva, es decir, una guerra que se declara “por si acaso” y que, por lo tanto, no tiene un principio formal y explícito por fuera de la arbitrariedad de la potencia que así lo determine.

3. Los detentadores de la más alta tecnología aplicada a la guerra —esencialmente los EE.UU.— han construido una doctrina con pretensiones morales, sobre los efectos benéficos de esta tecnificación, dado que permite realizar operaciones bélicas de tipo quirúrgico, con alta precisión. Ello permitiría alcanzar los objetivos buscados evitando los efectos no deseados de toda guerra convencional, como la matanza de civiles o inocentes. “Pues bien —se podría pensar— como no existe el riesgo de matar a demasiados seres humanos, ésa sería una forma más civilizada de hacer la guerra”.

Esto está, en primer lugar, desmentido por la práctica; los resultados de la invasión a Irak son una fiel demostración de la falsedad de esa teoría. En segundo lugar, se trata de una justificación útil para alentar los bombardeos, lo que implica aumentar los riesgos íncitos en todo ataque bélico. Eric Hobsbawm pone como ejemplo lo sucedido en Serbia: “existen estimaciones según las cuales la economía serbia sufrió, en pocas semanas, mayores destrucciones de cuantas hubo de soportar durante la Segunda Guerra Mundial. Y los efectos no recaen solamente sobre Serbia: la destrucción de los puentes sobre el Danubio afecta gravemente a la economía de la zona que va desde la Alemania meridional hasta más allá del mar Negro”.

4. El fin de la guerra fría, por una parte, y los avances tecnológicos aplicados a la fabricación de armamento cada vez más sofisticado, ha puesto en desuso una cantidad ingente de armas de menor calibre. Al no disponerse de una convención internacional para su inutilización definitiva, éstas son vendidas en mercados domésticos para afrontar conflictos de baja intensidad.

Así, la finalización de la guerra civil de El Salvador arrojó al mercado miles de fusiles que fueron comprados en la frontera y re-vendidos a los grupos irregulares que están combatiendo en Colombia.

5. Otro fenómeno de la guerra post-moderna lo constituye la presencia cada vez mayor de empresas privadas en la provisión de soldados y armamento a las fuerzas armadas estatales. Se trata de un nuevo retroceso de la política.

Lo que en la superficie aparece como sostén privado de la acción estatal termina generando presiones económicas sobre el propio Estado. En general, se trata de empresas que en muchos casos manejan presupuestos varias veces superiores a los de los Estados contendientes.

Como es de esperar, la presión de los intereses económicos puestos al servicio de la guerra tenderá siempre a que la guerra continúe, y no a que finalice.

Los EE.UU. se han erigido en el Estado más poderoso del mundo. Bajo ese poder simbólico han establecido con carácter excluyente los paradigmas de la organización mundial de las últimas décadas. Sin embargo, la exacerbación de la acumulación de riqueza en pocas manos provocada por aquellos paradigmas, termina siendo atentatoria contra el poderío del propio Estado.

Hoy existen en los EE.UU. algunos particulares muy acaudalados, que están en condiciones de dirigir las campañas presidenciales, en el mejor de los casos. Cuando no de postularse a conducir los destinos del país sin la menor formación ni experiencia política, sino apoyados exclusivamente en su riqueza material.

6. Existe una dimensión tecnológica de la globalización que es irreversible porque deriva del espíritu innovador que gobierna la propia naturaleza humana.

El estadio actual de la globalización impugna la propia naturaleza del concepto, que denota totalidad. Debido a la ausencia de la dimensión ética, sólo una ínfima parte de los habitantes del planeta tiene acceso a los adelantos tecnológicos. Se globaliza la técnica de comunicación y de traspaso de capital financiero, así como las pautas del confort. Pero no la comida, la escuela ni los estándares de salud. Mucho menos el goce concreto del confort.

La realidad de la globalización no roza en ningún punto la idea de totalidad que se desprende de su propia etimología. Estamos ante una dimensión tecnológica avanzada y una dimensión ética ausente.

De todas maneras, si por milagro no tardara en concretarse la fase ética de la globalización, existe una dimensión que no puede ser alcanzada por la globalización, precisamente por su propia naturaleza: la dimensión política. La política, como expresión de la diversidad humana, social y cultural, como herramienta de justicia, pero también de libertad, es pluralista, multiforme. Por lo tanto, conceptual y visceralmente lejana —por no decir antagónica— a la uniformidad que suponen los restantes aspectos de la globalización.

El respeto de dicha multiplicidad tiene también que ver con la dimensión ética ausente en la etapa actual de la globalización.

7. Los EE.UU. padecen una apreciable soledad entre las naciones, respecto de políticas globales como la preservación del medioambiente y el papel del orden jurídico internacional. A esto se suma la resistencia que los Estados soberanos oponemos a la permanente injerencia que ejercen sobre nuestros asuntos internos, en atención a sus propios objetivos de seguridad nacional.

No obstante su liderazgo, podemos afirmar que el mundo vive bajo un régimen de “unipolaridad resistida”. Y mientras su lógica tienda a tornarse cada vez más universal, se corre el riesgo de que su opuesto asuma cada vez más las características de un fundamentalismo irracional.

Varios países, inclusive miembros de la OTAN, se han pronunciado en contra de la posición de los EE.UU. en una serie de conflictos. Pero sin perjuicio de ello, han terminado facilitándoles sus aeropuertos militares y portaviones, en lugar de aislarlos en la consecución de sus objetivos intervencionistas. Es decir, estos Estados contradicen en los hechos el propio mensaje que trasmiten a la Humanidad.

Si tenemos en cuenta que sin ese apoyo, los EE.UU. tendrían mayor dificultad para accionar militarmente, aquellos países debieran obligarse a negarlo, en virtud de la dimensión ética de la política internacional.

8. Durante los últimos 15 años, los conflictos se multiplicaron a lo largo del mundo, no hay más seguridad sino más pánico, y se pronunció la brecha entre ricos y pobres. Como culminación de la guerra fría, el socialismo real fue vencido por el capitalismo real, pero éste constituye un flagrante daño moral para la Humanidad.

La globalización implica transferencia de informaciones, capitales y mercancías a costos más bajos. El único factor productivo que ha sido expresamente inhabilitado por el poder para circular con mayor rapidez en base a la oferta de más bajos costos es la fuerza del trabajo. Teniendo en cuenta las reglas del libre mercado, esto no debiera ser así. Sin embargo, en la actualidad existen mayores restricciones legales —no me refiero a las físicas, materiales y tecnológicas— a la libertad de movimiento de la fuerza de trabajo, que en cualquier otro momento anterior de la Humanidad.

A diferencia del pasado, el capitalismo moderno desprecia el aporte de las personas al proceso productivo, y es así que lucha por desplazar de él al factor humano. En términos económicos, las personas constituimos un factor cuya productividad no puede aumentar ilimitadamente como si se tratara de robots. Y cuyos costos de mantenimiento tampoco pueden reducirse ilimitadamente.

El capitalismo produce más que cualquier otra formación socioeconómica. Aun así, sigue siendo dominio de lo que Lacan llama “el discurso de la histeria”: al crear más necesidades para ser satisfechas, más amplía la brecha de la insatisfacción.

Como la dimensión ética está ausente y sólo atiende a la dimensión económica, el capitalismo moderno ejerce una fuerte presión para eliminar a las personas del proceso productivo, sin crear alternativas suficientes para su mantenimiento y su felicidad.

9. El mío es un pensamiento de izquierda, desde la perspectiva de los valores que hacen de ésta, una categoría aún vigente del pensamiento político: la vocación de transformar la realidad, la identificación con las grandes causas revolucionarias de la historia y la disposición siempre presente para movilizar física y culturalmente a las multitudes en pos de sus objetivos.

El concepto de izquierda aquí empleado no se identifica con ninguna experiencia actual de gobierno socialdemócrata ni con la noción tradicional de lucha de clases acuñada por el marxismo. Más bien debe identificarse con grandes causas globales como la de la pacificación de la Humanidad, la preservación del medioambiente, la igualdad de oportunidades para mujeres y hombres, la erradicación del trabajo infantil y la salida de la incertidumbre para millones de trabajadores que no recibirán en el futuro las pensiones que merecen según los aportes que realizaron.

También debemos identificar a la izquierda con la recuperación de una Idea Solidaria de la Libertad, que deje atrás la concepción dominante en los últimos 15 años, que constriñe la Libertad a las salidas individuales, y a éstas, exclusivamente con la acumulación de renta económica.

10. En definitiva, la ausencia de dimensión ética podríamos traducirla como el fin de las motivaciones, o mejor dicho, el fin de toda otra motivación para hacer las cosas, para asumir los roles, para cumplir con el cometido de las instituciones, que no sea la satisfacción material y en el más corto plazo posible.

Todas las motivaciones que surgen de la convicción, de los ideales, de las creencias más profundas, están cediendo su territorio a las motivaciones de origen estrictamente material.

Los medios de comunicación han perdido casi totalmente los límites éticos para ceder el paso a la pura rentabilidad. Mientras el debate sobre el rol de quienes deben comunicar no salga a la superficie, va a ser muy difícil poner a una parte importante, determinante, de la sociedad humana, al tanto de las cuestiones que estamos tratando.

El denominado progresismo nació y se desarrolló partir de la revolución industrial, hace ya más de 200 años. Hoy estamos ante otra gran transformación de época, marcada por la mundialización del mercado, la integración a sistemas supranacionales, una nueva revolución científica y tecnológica. Se erosionan las bases territoriales de la soberanía nacional, que fueron para el progresismo un parámetro de sus ideas políticas. Pero la exclusión —de los derechos, de la educación, del trabajo— no puede ser el precio que tengamos que pagar por la supuesta ‘eficiencia’ que nos demanda ingresar en el universo de aquellas transformaciones.

Mientras, los conservadores reaccionan valiéndose de más exclusión: odio étnico, racismo, discriminación.

En cambio, esta compleja transformación debe ser analizada por nosotros, no sólo como productora inexorable de injusticia, sino desde una nueva perspectiva. Quienes buscamos este cambio debemos esforzarnos por encontrar las diversas combinaciones posibles para que las nuevas formas de producción sean creadoras de un modelo de vida integralmente satisfactorio. No tiene sentido mirar a la globalización sólo con pavura, sino como un espacio histórico para el pensar y el hacer.

La crisis actual da noción de incertidumbre, inseguridad, desorientación, temor, riesgo, dificultad para adaptarse. De todo esto se debe forjar una nueva demanda política a satisfacer. La respuesta positiva que se dé para eliminar esas percepciones en el campo institucional, de la educación, del trabajo, de la seguridad social, constituirá la clave de nuestra nueva identidad política, tan activamente reclamada por la militancia, y tan pasiva y sigilosamente esperada por el grueso de la sociedad.

La efervescencia en medio de la cual nos encontramos no sólo es tecnológica: es la mayor revolución social después del industrialismo. Pero, a diferencia de aquella, la mayoría de la sociedad no es quien la protagoniza, sino quien la sufre. Se trata de una verdadera revolución en cuanto al rediseño global de la sociedad y su relación con el trabajo, la cultura, el progreso. Durante la Revolución Industrial, una élite productiva, comercial y financiera sentó sus bases conformando la nueva burguesía, pero al mismo tiempo necesitaba del conjunto de la población activa para el logro de sus fines económicos. Era inclusiva; desigual, pero inclusiva al fin. Y así se formó el proletariado, con su ideología y sus modos de organización sindical y política.

Por el contrario, la revolución social de nuestros días es excluyente. Ha destruido aquellos modos de organización sin remplazarlos por otros. En cuanto a la ideología, la revolución mediática convirtió, en muchos casos, a los excluidos en portaestandartes del discurso que legitima su propia expulsión del sistema.

Hasta el momento, y al no hallarse alternativas, el post-fordismo reduce a la sociedad a una variable dependiente del mercado. Consuma, así, el paso de la economía de mercado a la sociedad de mercado. Paradójicamente, en el momento en que política y sociedad deben identificarse más frente al mercado es cuando más se distancian. Esto es consecuencia de la falta de credibilidad que, frente a la opinión pública, nos supimos granjear los dirigentes. De este modo, la brecha de la ‘sociedad política’, por la que penetra la ‘sociedad de mercado’, es cada vez más profunda.

De ahí que la batalla principal de nuestros días sea por la política. Política que volverá a conseguir confianza y adhesión de la sociedad en la medida de su liderazgo moral, ejemplarizador. Por eso es que la transparencia en la metodología de construcción del poder resulte tan importante como la eficacia del programa.

En definitiva, de mantenerse ausente por más tiempo la dimensión ética de la globalización, el mundo marchará hacia la consolidación de una sociedad absolutamente dual, en la que un reducido número de personas ostente una plenitud de derechos de ciudadanía, mientras las restantes podrían considerarse una raza inferior desde el punto de vista de esos derechos.

La pregunta sería: ¿hasta qué punto los segundos no constituyen una severa amenaza para los primeros, y aún si esto no sucediera, hasta qué punto aquellos pocos con posibilidad de gozar de esa plenitud de derechos, lograrán sentirse profundamente felices?

1 Gubern, Román, “El eros electrónico”, Taurus, Madrid, 2000, págs. 62 a 66.

2 Gullo, Marcelo, “Argentina-Brasil. La gran oportunidad”, págs. 68 y 69, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2005.

3 Feinmann, José Pablo, curso “La filosofía y el barro de la historia”, 2007, capítulo I: “Descartes: el sujeto capitalista”.

4 Bauman, Zygmunt, “Identidad”, ob. cit., pág. 64.

 

5 Según el sitio web, el autor dice ser “Pelado con la cero”, y la fecha de la cita es el 13 de julio de 2007.